Es tan indignante como doloroso. Frustrante. La gran vergüenza nacional de España. La constatación suma de la incompetencia y el fracaso de la clase política española, su declaración máxima de torpeza e ineptitud y la evidencia de que los políticos sirven con frecuencia sus intereses particulares y sectarios por encima de los generales de la sociedad española. Así de claro: elíjanlos ustedes para esto. La educación es el gran motor sobre el que se construyen las sociedades avanzadas, su absoluta prioridad y el eje esencial, y en España acabamos de poner en marcha la octava ley educativa de la democracia y, una vez más, volvemos a hacerlo a garrotazos, de forma sectaria e ideológica, sin diálogo político y social y destrozando a manos llenas cualquier posibilidad de entendimientos y consensos que serían imprescindibles en asuntos tan cruciales como este. Cuarenta años largos de democracia española y llegamos a este punto para que la izquierda que gobierna, como la derecha antes, perpetre desvergonzadamente una nueva ley de Educación partidista y sesgada, y lo haga con el agravante doctrinario y torcidamente dogmático que caracteriza gran parte de la acción de gobierno de Pedro Sánchez. Qué exitazo.
Ya era obvio, antes de la llegada de la lamentable ministra Isabel Celaá, que la educación es la primera y gran asignatura pendiente de la democracia española, pero la punzada de esta deshonrosa ausencia a lo largo de las décadas, casi de forma inverosímil, se hace especialmente cruel al comprobar que de nuevo sólo se abren espacios para la confrontación social y política y ninguno para la colaboración. Ya les vale. Y llegando al punto, además, de importar mucho más el éxito de la aritmética parlamentaria, ¡qué machotes!, que la calidad y profundidad de los contenidos de la ley, que no parecen más que argumentos de división social y batalla política en un país que, con estos dirigentes, camina del revés. Hastiado de propaganda y a ciegas. Mentido, manipulado. Con una enseñanza manifiestamente mejorable. Ver el otro día en los telediarios a la ministra Celaá celebrar su triunfito contable con tantas alharacas y felicidad quinceañera fue una de las imágenes más políticamente bochornosas de la pasada semana, otra semana de gloria para la política española en general y el Ejecutivo de Sánchez en particular. La victoria de Celaá es una nueva derrota de todos los españoles: la derrota, otra más, de su sistema educativo.
Es obvio que esta ley educativa de renglones torcidos tendrá el mismo recorrido que tenga el actual Gobierno, o tal vez ni eso siquiera porque en esta España partida a trompicones, primero por dos y luego por diecisiete, todo es tan inestable y provisional que es imposible encontrar un camino sólido hacia ninguna parte. Que la ministra Isabel Celaá demuestre tanto contento por este vuelo de gallináceo horizonte es un argumento de mucho peso para justificar que no continuara en su puesto ni un minuto más, aunque en el ruedo ibérico de hoy cualquier cosa es posible y cualquier cartera ministerial puede llegar hacia abajo incluso aún más lejos. Disfrutemos, en fin, de este bonito otoño que se nos está quedando, y a por la novena, que ya es nuestra, campeones.