LLUVIA. Es un día extraño y melancólico, pero viene sesgado de alegría por infinitas gotas de lluvia. Qué fina y lejana ilusión. Caen con su cadencia natural y su deje de grises y sus ganas de mirar el cielo y la calle. Hacen un ruidito encantador en su viaje de regreso a la tierra y tienen algo de esa nostalgia confortable en la que a veces nos instalamos y podemos tocar su punto de felicidad. Oír llover es siempre una delicia, recuerdos del niño que fuimos, así que esta lluvia, no sé por qué, entona el corazón e hipnotiza los ojos en la ventana. Otoño en los tejados y en el calendario y esos formidables colores del campo que son la gran explosión de noviembre y nos llevan de pronto a lugares, a personas, a encuentros ahora postergados, como si el mundo se hubiera vuelto loco y ya todo fuera otra cosa. Es un jueves tardío, y pronto noctámbulo, y la lluvia me ha pegado la tarde al cuadro un poco impresionista, borroso y a su manera caleidoscópico, que irrumpe por el ventanal. Explosión de luces, sensaciones encontradas. Qué suerte tener esta hermosa imagen tan a mano y todo el rato poder mirar. La noche se va a echar encima y me revolotean, ya despiadados, algunos recuerdos. Y me deslumbran el alma.
BLANCO Y NEGRO. Entonces vuela la memoria, da vueltas el tiempo amarillo. La calle llena de charcos, el barrio frío y desolador, a medio hacer, edificios horrendos con sus colmenas de vida, atizando el quehacer cotidiano en una mañana recién estrenada de un día cualquiera del mundo. Un muchacho trasto e incorregible, despeinado a tazón, todavía de primaria y orgulloso de sus botas Gorila. Aquel niño. Un muchacho más que todavía se despereza y camina remolón al colegio, pisando el barro de las calles mojadas de tierra, con su carterilla cuadrada y dentro los cuadernos de caligrafías y cuentas, perdiendo el tiempo, sin ganas de entrar, mirándose otro rato en los charcos y soñando sus sueños tempranos con su gramo de esperanza, su pizca de tristeza y un deseo precoz de romper un destino que ya el tiempo quería echarle encima. Tan prontamente. Termina aquel niño llegando aburrido a la puerta del colegio, trasteando otro ratito en la calle, y de pronto su mirada tropieza con la de ella, y esos inolvidables ojos de mar, y la ilusión más grande del mundo arremete de pronto, a empujones, con todo en su corazón: aquella luz que ha entrado con esa fuerza se pone al mando de su pequeña lista de sueños, escala hasta la cumbre más alta de sus fantasías de niño, pero no para sustituirlas o quitarlas del medio sino para hacerlas más grandes y más deseables y darle más ganas de luchar algún día por ellas. Ahora hay una ilusión más, la primera, pero todas las otras se han hecho mucho más fuertes. Y el día dejó para siempre de ser un día cualquiera.
ESTE SOL. Y ese día, que tanto vuelve, ha vuelto hoy otra vez en esta tarde de gris melancolía. Agridulce entre alegría y nostalgias. Recuerdo de aquel sol de la infancia que no sólo me llena por dentro de luz, y me alegra el momento y tal vez la semana, sino que me pone los pies en el suelo, me aterriza y me vacuna contra los achaques del tiempo perdido, contra la ira de algunos días que se fueron vacíos, y me hace el repaso exhaustivo de todo lo que la vida me ha dado, de todo aquello y aquellos a los que quiero a morir, de lo que tengo alrededor y tanto miedo llevo a perder. Aquel muchacho de entonces, aquella historia sencilla y verdadera, me enseña la razón de este camino y una lección magistral en mi vida: la trazabilidad de los sueños y la esperanza, el recorrido de la ilusión en el tiempo y todo el amor que tenías por dar, y lo que aún te queda. Aquel barro de aquellas calles es el material del que están hechos los días y, puedo asegurarlo, esa es la mayor suerte del mundo.