Pablo Iglesias pudo convertirse en el burguesito progre con ínfulas que hoy es gracias a la ingenuidad de un montón de españoles incautos que se creyeron su discurso de revolución quinceañera y escolar y le llevaron en volandas, primero a los salones del poder y luego al marquesado del chaletito, en una de las operaciones políticas de maquillaje y metamorfosis más meteóricas de la democracia española. Un lince ibérico en tareas de progreso personal y familiar. A partir de ahí todo fue un declinar del personaje político en relación directamente proporcional al ascenso del individuo y, por supuesto, sus alrededores, escalando muros desde los que la realidad y la vida se ven cada vez más lejos y más abajo. La evolución de la coleta al moño es la perfecta metáfora del "feísmo" progresivo en el que todo ha ido decayendo: inerte, languideciente, insustancial, vaciado de todo contenido. Medro, espectáculo y simulación.
Así las cosas, el punto actual del ectoplasma está en ebullición máxima por arriba y requemado por debajo, decantando un caldo político pastoso e intragable que con el tiempo tiende a la monstruosidad y la evaporación. Se diluyen los valores, se confunden los principios y se olvidan los horizontes originales, y cuando baja la marea van quedando las moquetas de palacio y los despachos oficiales, y también los restos astillados de la revolución naufragada y el frío helador que esta deriva ha dejado en el cuerpo a los que todavía son creyentes y han visto derrotar la nave. Pablo Iglesias se retrató muy bien el otro día cuando se reconoció a sí mismo como el “feo” de la política española y lo hizo tal vez sin tomar conciencia del alcance de su autodefinido: su transmutación desde luego no ha sido precisamente hermosa, salvo para un grupo selecto y privilegiado que está encantado de haberse conocido, ha cambiado de barrio y viaja en coche con chófer y protección policial. Lo que viene siendo la casta.
En este precioso contexto, además de un “feo”, tiene que haber un “bueno” y un “malo” en la fantasiosa película de Pablo Iglesias: a saber Fernando Simón y Emiliano García-Page, respectivamente. La elección del primero es una vulgaridad previsible desde una izquierda sin imaginación que sólo ve por un ojo y desconoce el valor de filtrado y ubicación de las hemerotecas, infalible detector de mentiras, mientras que la designación del segundo es la prueba del nueve del sectarismo de este político plano y simplón que es Iglesias y que no piensa más que en sí mismo y en sus particularidades: con lo sembrada y pobladísima que está la política española actual, ponerle al presidente de Castilla-La Mancha la cruz para encabezar la dinastía de los malos es una sobresaliente exageración y una preocupante falta de tino. Y algo incluso más “feo”: la inelegancia y el chivateo del que señala a otro que es mucho mejor que él y le delata ante el jefe como pidiendo castigo.
Ay, este Pablo, con lo fácil que lo tenía, el picamoño.