Es asombroso el desparpajo con el que se ha instalado la mentira en la política española. Insufrible e insultante. Ofensivo para los españoles e intolerable en cuanto estado monstruoso que se ha momificado en la vida nacional y pretende adquirir carta de naturalidad como forma perpetua de estar entre nosotros. La élite política nos ha tomado a los españoles como la parte estúpida y anestesiada del banquete que se está pegando y ha convertido la mentira en su forma normalizada de comunicación pública, sin que se plantee ya otro escenario que la plácida y obediente aceptación general. Todos a dormir y que los dejemos en paz con sus manejos, silentes y sesteando tal vez como nunca antes en los últimos cuarenta años y camino de convertir el debate público nacional, que siempre debe ser pluralidad, inteligencia y respeto, en un fango de sectarismos, odios y cordones sanitarios. Ideas por delirios. La democracia española está siendo sustituida por un pozo de propaganda teledirigida desde el poder y un lugar confrontaciones y consignas donde el pensamiento ha huido horrorizado por la ventana, dejando todo el campo libre a la impostación y el permanente fraude de la verdad.
La situación viene impregnada de una trágica, viscosa y tremenda inmoralidad. Es generalmente aceptada una parte de mentira y simulación en toda actividad política ya que, más allá de las miserias de la condición humana, se comprenden las zonas oscuras del sistema y el daño que un exceso de luz puede hacer a la democracia. Hasta ahí se puede levantar la mano, siempre dentro de los límites razonables que imponen la honestidad y el servicio público, pero lo que de ninguna manera puede resultarnos soportable es la mentira como moneda de uso común y cotidiano, la mentira sin principios, sistemática, diaria, instalada en los salones del poder con el descaro y la evidencia que vemos en la actualidad. Cuando la trápala es el valor que lo envuelve todo, y este es el momento al que estamos asistiendo, el principio de inmoralidad instalado en el poder se convierte ya en una amenaza para la sociedad entera, no sólo por el monstruo que ha creado y su propia voracidad, sino por el alto riesgo de descomposición general que la charca y la farsa suponen para la salud social y la convivencia. Es muy obvio que hoy en España la calidad democrática se ha empobrecido hasta niveles dolorosos y que a los españoles nos están pastoreando hacia el sectarismo y la división, a la deriva de un peligroso precipicio: a cada cual, y su conciencia, corresponde averiguar las causas y culpables, y actuar en consecuencia.
La democracia española no era perfecta, claro, pero en los últimos años ha degenerado. Es el piano desmantelado en plena calle y en medio de la lluvia. Expuesto, trágico, abandonado a su suerte, respirando melancolía. Añorando lo que fue. Restos de un tiempo mejor, notas decadentes de una época que, por comparación, empieza a parecernos un mundo de esplendor y nostalgias elegantes. Del dry martini al garrafón. Ha desaparecido la belleza del que fuera el noble e imprescindible oficio de servir a los demás, los colores de la diversidad en armonía, el respeto por el otro, la inteligencia puesta a trabajar para la gente. Esta mediocridad ambiental, nunca antes vista, sobreactuada y tan concurrida y numerosa, no solamente ha dejado de respetarnos como sociedad, es que quiere transformarnos con su pobre artimaña de modelar imbéciles. Convertirnos en bellos durmientes, estos maliciosos ingenieros del alma sin clase ni talento.
Por favor, no vayamos a consentírselo.