Lo peor es la falta de principios. La ausencia de verdad. La evidencia incontestable de que defenderían lo contrario de lo que defienden, con la misma enérgica simulación, si fuera necesario a sus intereses. Sin dudarlo, sin pestañear, con argumentos igual de contundentes, con insultos igual de ofensivos hacia los que discrepan de sus argumentos y tienen la osadía de rebatirlos. Lo hicieron, de hecho. No hay valores, no hay honestidad política o intelectual, no hay barreras éticas, ni siquiera hay ideología. Ya lo tienen demostrado: sólo estrategia de diseño, puro sanchismo, y el objetivo de seguir un día más con vida. Uno ve al presidente Pedro Sánchez, y lo escucha mitinear con esa impostada afectación, y ve a un hombre faltándose al respeto a sí mismo, trampeando su conciencia y lo que de él dice su propia hemeroteca, ya convertida en su peor enemigo. La mentira y el falsete son consustanciales al poder, y todos los Gobiernos y líderes políticos mienten con descaro e insistencia, pero en el caso de Sánchez el embuste y la patraña se han convertido en una sistemática patología, un vicio personal con el agravante del poder y los privilegios que conlleva. Y el daño que eso provoca a todos, como sociedad, como nación.
La superchería elevada a la categoría de política de Estado. Peor aún: el Estado y sus instituciones sometidas a la política del bulo y el todo vale. Da igual el día o el asunto, todo es un trasiego de engañifas y un trapicheo moral de ideas contrarias para su manoseo según venga el caso y convenga al único objetivo perceptible: el mantenimiento del poder a toda costa. Es tremendo de tan obvio. Los indultos a los presos del golpe independentista son el último y tal vez más importante ejemplo de la circunstancia fundamental que tiene atrapado a ese hombre llamado Sánchez, pero su carrera política está jalonada de sucesos grandes, medianos y pequeños embarrados de esta clase de miseria que tanto define al personaje. Pedro Sánchez es el último gran farsante de la política española y, con él al mando, el PSOE corre el riesgo, no ya del derrumbe moral, sino del desplome político y electoral, por muy corta que a veces parezca la memoria de los españoles y muy profunda y rabiosa la propaganda sanchista que todo lo inunda antes que ninguna otra cosa en la España de hoy en día. Esta España tan faltada al respeto y tan ninguneada. Tan ausente en los horizontes del poder. Tan expuesta al manoseo.
Es legítimo indultar a los golpistas, por supuesto. Es comprensible la tentación totalitaria de poner todas las instituciones al galope del poder político, sustituir la democracia por su apariencia. Es fieramente humana la mentira de uso cotidiano y asumida una parte de ella como tolerable y quien sabe si “necesaria”. Hasta resulta enternecedor contemplar a un presidente aliarse con cualquiera, incluso con los más aborrecibles, después de haber proclamado lo contrario. Y un espectáculo sin precio verlo todos los días hacer y decir una cosa y su contraria, y chilicuatrear consigo mismo y su Gobierno infinito de altos cargos a dedo y enchufados como nunca antes. Es maravillosa, en fin, la ambición de palacio y moqueta “como sea” y no tener límites morales, más aún cuando la función se representa a la vista de todo el mundo, ya sin disimulo, cara de hormigón armado. Pero todas estas circunstancias, metafísicamente tan hermosas, hay que ponerlas primero por escrito, después tener la valentía de llevarlas a un programa electoral y, finalmente, presentarse con ellas por delante a unas elecciones generales. Eso es lo honrado: decir lo que se está dispuesto a hacer por el poder.
A partir de ahí, el show adquiere nuevas dimensiones y todos a callar. Con Sánchez y con cualquier otro. Pero hasta entonces se comprenderá, al mínimo escrutinio, que el bochorno sea bastante general.