La mañana pintaba nubarrona y turbulenta. El sol andaba a la fuga, como de luz tibia y piadosa, tímida de enseñar la demolición del imperio. Se presentían tormentosos los cielos, amenazantes y cerrados, desde los ventanales de palacio. Pedro I el Fatuo se encontraba solo en sus aposentos de Villa Magna, nostálgico y triste. Andaba con el ánimo obtuso y oscuro, desazonado. Sentía la mordedura de la serpiente que aún estaba en camino, silbando la arena, le ardía en el corazón la herida sangrante que aún no le había provocado. Su implacable imagen imperial, tan de dejarse besar los anillos por los súbditos y bufones, se conmovía con el aire de una contingente derrota en la batalla final. Tras su victoria anterior, hubiera querido evitar esta guerra y todas las guerras, káiser definitivo, fundador del Nuevo Tiempo, Año I, Día Primero, pero la realidad le madrugó las ideas de buena mañana y ahora tenía que lidiar una contienda que tal vez podría perder. ¿Y si caigo? Y eso arañaba profundamente su alma y le devolvía la efigie adorada del espejo, arrogante y engreída, con una nueva cicatriz inventada por el dolor y los dientes visiblemente muy apretados. Atroz desconsuelo adelantado de la derrota por confirmar.
Quiso correr pero ya era muy tarde. Una escapada imposible. Sánchez I El Fatuo temía las grietas que desmoronaban el poder de sus tierras y sabía que el enemigo rondaba cada vez más cerca su casa. No había empezado el diluvio, pero sentía la descarga feroz del relámpago atravesando las costuras de su autoridad, el rayo implacable que le anunciaba el combate definitivo. Torrencial aguacero. Y la pesadumbre descorazonaba su brío de otro tiempo. Aún se sentía fuerte, protegido por la legión y la corte, cientos o miles que lo perderían todo sin él, pero se intuía más viejo y cansado y sólo recibía oscuros augurios. La gran mentira sobre la que años atrás había construido su gran territorio quedaba ya a la vista de todos y estaba cayendo a plomo como un torpe castillo de arena. Evidentes arrebatos del poder por el poder. Las viejas rotativas imperiales, pese a su poderosa influencia, no traían más que malas noticias. No salía a la calle por no escuchar el griterío indignado de la gente a la que había dado la espalda. Andaba encerrado puertas adentro y sobrevolaba el imperio a vista de pájaro, lejana y distraídamente, falcon amurallado, anhelando su antigua sonrisa y el brillo perdido. La baraka de cuando aquellos tiempos azules en los que todavía podía prometer cualquier cosa porque, tan tempranamente, aún no había defraudado al mundo. El milagro perdido de las primeras veces.
Miraba melancólicamente el imperio y Pedro I El Fatuo, sultán de la galaxia y fundador del todo, tomó la única decisión que podía tomar. El lema de su función imperial: resistir. No plegarse, dar la batalla. Luchar como nunca antes. Reinventarse si acaso, parecer otra cosa. Lanzar toneladas de propaganda y mantener las espadas en alto. La hipótesis llevó un vientecillo alegre a su corazón y le despertó del letargo de la desesperanza. Si ya estaba todo perdido, nada podría perder, y decidió organizarse para combatir con todo su orgullo, toda su ira, toda su rabia, y quien sabe si tal vez ganar la guerra definitiva. Los oráculos, cargados en exceso de confianza, presagiaban el final de su tiempo, y tal vez llevaran razón. Pero de una cosa Sánchez I estaba seguro: ningún vaticinio iba a ocurrir sin que batallara hasta el último aliento. Era la única fortaleza que le quedaba, todo lo demás estaba ya en ruina, y a ella se encomendó, aunque fuera la guerra del fin del mundo.