Uno, que es taurófilo y defensor de la caza aunque no sea torero ni haya pegado jamás un tiro fuera del campo de tiro en la mili, reconoce el signo de civilización que supone la actual preocupación por los animales. Una preocupación que, también hay que decir, no veo clara en algunos propietarios de perros de razas catalogadas como peligrosas, o de quienes se empeñan en meter en un piso urbano de dimensiones limitadas a perros que han nacido para correr, guardar ganado o cazar. Habría mucho que matizar sobre ello porque en el fondo de muchos los que se presentan como amantes desinteresados de los animales, uno no acaba de ver algo distinto al utilitarismo del que el que los utiliza para cazar, pastorear, defenderse o comérselos. Remedio de la soledad, de la falta de afecto humano… Utilización materialista o espiritual, pero al fin y al cabo utilización supeditada al amo…

Tampoco ve uno claro muchas veces  que ese amor a los animales aparezca luego en el amor a sus semejantes cuando llega la ocasión y ahí están ejemplos monumentales en la historia para confirmarlo. Son las contradicciones que uno mismo, el primero, también arrastra en este tema, y que por ello intenta dar las mínimas lecciones posibles. Eso sí, reconoce en la mayoría de los amantes de los animales un signo de civilización y de educación que no empañan los malos ejemplos.

Y es por eso que a uno le llama la atención la iniciativa de una profesora del IES Carlos III de Toledo, María Teresa Gómez Gutiérrez, para llevar a cabo un programa integral de protección de una colonia de gatos habitante en los terrenos de aquel centro y que comenzará con un concierto, cuyos beneficios se destinarán a financiar la castración para controlar la colonia. Eso sí, la noticia no dice si se capará a los machos, a las hembras o a todos sin distinción, por aquello de la igualdad de sexo.

Uno es lector de Paul Léautaud, un hombre que vivió toda su vida rodeado de gatos y perros y que nos ha dejado páginas admirables y conmovedoras sobre los animales. Yo no tengo gatos en casa pero propicio que anden por el patio y el jardín como si fueran propios. Lo de andar dentro de la casa se me hace más duro, quizás porque me he criado en una casa de pueblo donde los gatos tenían su acceso restringido a las habitaciones de la casa y gateras para andar a su antojo por trojes, cuadras, enramadas o cocinas. Entonces, no se castraba a los gatos, simplemente, si había una gata en casa que tenía la mala suerte de parir en algún rincón, la camada se liquidaba con una crueldad que uno nunca comprendió y que provocó que mi madre evitara tener gatas. Pero eran otros tiempos y lo de capar los gatos hubiera sido un lujo que aquella España rural de los cincuenta no se podía permitir, ni se planteaba. Algo hemos avanzado, ya digo. Civilización y progreso para el nuevo año.