La decisión de Íñigo Errejón, uno de los padres fundadores de Podemos, de integrarse en el movimiento que lidera Manuela Carmena, la alcaldesa de Madrid, al margen de la disciplina del partido al que pertenece, ha convulsionado a la formación política. Después de su anuncio, Ramón Espinar, el hombre que controlaba el partido en Madrid, ha dimitido de todos su cargos y ha añadido estopa al incendio. El hábil Errejón ha sabido presentar su decisión como la vuelta al verdadero espíritu de un movimiento surgido de manera espontánea en el ahora lejano 15-M. Además, ha dejado claro que él sigue siendo militante del partido de Pablo Iglesias y que no piensa, ni por asomo, renunciar a la parte que le toca en una obra que considera propia.
Las primeras reacciones, personificadas en la que tuvo el secretario de Organización, Pablo Echenique, tenían toda la apariencia del inicio de una purga que no tendría consideración con el disidente. Luego, pasados los días y vista la forma con la que Errejón ha evitado dar motivos para su expulsión, las cosas parecen volver a su cauce. A nadie le interesa la imagen de división que en estos días han dado unos y otros y algunos se han puesto a la faena de reconstruir puentes y al menos minimizar el tamaño de la avería. José García Molina, el líder regional podemita, ha tenido mucho que ver ello con su convocatoria en Toledo de los principales responsables territoriales de Podemos. Ayer mismo, la número dos de la formación, Irene Montero, se mostraba dispuesta a la negociación que los reunidos en Toledo propiciaban cuando reclamaban, literalmente, “confianza, unidad, coordinación y negociación”.
Se ha dicho por parte de muchos comentaristas que García Molina, un hombre fiel a Pablo Iglesias, había propiciado una rebelión de barones, y uno, la verdad, lo único que ha visto en ese movimiento es un intento de atajar, aunque sea transigiendo con la maniobra personal de Errejón, una sangría que podría acabar con Podemos. Otros comentaristas, antes, ya habían profetizado el final de Podemos, víctimas de esa tendencia de la izquierda más sectaria al fraccionalismo y dando por hecho que recomponer la unidad pérdida será ya imposible. Los casos que se repiten a lo largo de toda España en comunidades y ayuntamientos donde la predicada unidad se revela imposible, así parece afirmarlo.
Aquel movimiento, lo auguraban muchos, perdería todo su vigor el día en que se convirtiera en un partido político al uso, y mucho más si se organizaba bajo la rígida estructura de corte leninista que diseñó el líder incontestable. Hay que decir que, al menos en esto, García Molina ha tenido la habilidad de no echar más leña al fuego e intentar recomponer un estropicio que ya les ha hecho mucho daño. Otra cosa es que lo consiga y logre juntar esa agua y aceite que parecen ser Errejón e Iglesias. Pero el hombre está en ello y no seré yo el que se lo eche en cara.
García Molina está en el centro de un laberinto que todavía tiene muchos pasillos por explorar y, como se ha visto, por él no quedará intentar buscar una salida. Es lo mínimo que esperan de sus dirigentes tantos militantes de buena fe. Nada que reprochar a García Molina y su intento.