Un pedestal y una cámara de gran hermano para Bahamontes
Me encantan las esculturas a pie de calle y a escala humana. Oviedo es el mejor ejemplo con sus treinta y dos piezas integradas en el paisaje urbano de sus calles. Pero hay que reconocer que hay esculturas que hay que colocar fuera de las consecuencias del alcance del impulso humano, que lo mismo puede ser un abrazo, que una agresión. Las estatuas urbanas a pie de calle son una tentación y ahí están las gafas originales de Woody Allen en pleno paseo ovetense para contarlo. Unos se conforma con fotografiarse con ese hombre anónimo sentado en un banco o con acariciar a Rufo, el perro callejero que se ganó el privilegio de seguir sentado en las calles en las que se ganó el afecto del vecindario. Otros no resisten la tentación de pasar la mano por el “Culis monumentalibus” que plantó para los restos Eduardo Úrculo…
La estatua callejera plantada como un peatón más incita al roce y a eso de la interactuación de la obra con el espectador que tanto han promocionado los artistas actuales. Poner una estatua a escala humana y en el mismo plano que cualquier mortal que pasa por allí es una incitación al “happening”, a la interactuación y al desmadre. En una obra de ese tipo hay que ponerse en lo mejor y en lo peor porque está al alcance de cualquiera el beso, el abrazo y también la “interactuación, gamberra, etílica y eufórica”.
El Bahamontes que se levanta sobre los pedales, en esa postura de máximo esfuerzo que tanto se echa de menos con los coñazos del molinillo de los desarrollos mínimos impuestos en el ciclismo actual, es una invitación que desde el primer día en que se plantó, Cuesta de las Armas arriba en el Miradero, advirtió el patrocinador de la obra que no es otro que la Fundación Soliss. Fede Bahamontes a esa escala, y a pie de calle, como si fuera un mortal más estaba llamando a gritos a alguien que se le subirá a la espalda y diera pedales. Era demasiado tentador, incluso alguien diría que se lo estaba buscando y que sería un fracaso del artista si de cada diez paseantes de fin de semana por el Miradero de madrugada, al menos un veinte por ciento no se encaramara a lo alto.
Pero claro, son las cosas del arte y su nueva dimensión. Del niño eso no se toca, hemos pasado a decir que lo suyo es que el Woody Allen paseante se lleve al menos una colleja cariñosa cada vez que uno pasa a su lado. Claro, que los zapatones de Allen, la maternidad de Fernando Botero, los torsos hercúleos de Berrocal o los asturcones de Oviedo, no son las frágiles llantas de la bicicleta de Fede, aquella máquina de soñar imposibles de cuando había un equipo ciclista con nombre de purgante: Tricofilina Coppi. Es lo que tiene rebajar a los héroes y a los dioses al nivel de la calle.