Cuando Manuel Azaña, tras el debate del que luego sería artículo veintiséis de la Constitución Republicana de 1931, dijo aquello de “España ha dejado de ser católica”, le cayó la del pulpo, que diría un castizo posmoderno. En España entonces se llenaban las iglesias, hasta el punto de que el sufragio femenino en las elecciones del treinta y tres, se consiguió con el voto en contra de una izquierda que argumentaba que las españolas votarían al dictado de sus confesores. Luego, cuando el nacionalcatolicismo, recordaba las palabras de Azaña ponía los pelos de punta a los que pensaban que todos los males vinieron de aquello.
En realidad, don Manuel, que en sus buenos tiempos se definía como “un español, un liberal y un burgués", solo pretendía dar un titular a la canalla para explicar lo que había sucedido en aquella sesión que se prolongaría hasta la madrugada. Oficialmente España se convertía en un Estado laico en el que “el Estado, las regiones, las provincias y los Municipios no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas”. No era tan ingenuo para pensar que un país deja de creer o de pensar de una manera de la noche a la mañana porque lo diga la Gaceta de Madrid o el BOE.
Pero lo que no pudieron las leyes laicistas republicanas lo ha podido el tiempo, o si prefieren los tiempos que corren por el mundo occidental. Los españoles dejamos de ser católicos, como los alemanes han dejado de ser luteranos, los suizos calvinistas y los franceses hugonotes, fuera del ciclo comercial fotográfico de la BBC, o sea, bodas, bautizos y comuniones, con el añadido inevitable, este ya sí, sin videos ni fotografías, de los entierros.
Cuando el gobierno de Sánchez anunció el plan de “desescalada, desconfinamiento” o lo que sea, el único gremio español que no ha protestado por los aforos de un tercio del local han sido los curas. Taberneros, chigreros, tasqueros, buhoneros, tenderas y representantes de los más insospechados establecimientos del ramo del dar, el tomar, el trasegar y el deambular, han protestado. Los curas no. El cura mi pueblo, como los de tantas parroquias rurales o urbanas españolas, se daría con un canto en los dientes por un tercio de entrada a diario en esas iglesias que sólo ven llenas, con un poco de suerte, con una boda de tronío o un entierro de aquellos de antes del Vaticano II, de primera clase y con al menos tres curas revestidos de riguroso luto en el presbiterio.
Es verdad que siempre tiene que haber alguna excepción, y el otro día, un cura gallego salía en la tele diciendo que no daría misas en la aldea hasta que desapareciera la norma impuesta de tener que decir a alguien que no podía entrar por haber excedido el tercio del aforo.
Uno pensó, a la vista de lo que observa desde hace años en el pueblo en el que vive, o que el cura era un optimista recalcitrante y sin remedio, o que en vez de una iglesia espaciosa, grande y monumental como la de Navamorcuende, lo suyo era una ermita. En la España actual no hay otra.