El debate en el mundo rural sobre la apertura de piscinas públicas municipales se ha resuelto abrumadoramente a favor del cierre. Los Ayuntamientos, la mayoría de las veces agrupados por comarcas naturales han decidido no abrir. Uno lo entiende porque ningún alcalde de pueblo quiere cargar con la responsabilidad de que se produzca un contagio localizado. En el mundo judicializado en el que vivimos hoy, en el que se pleitea contra un Ayuntamiento porque un caramelazo de un Rey Mago le rompe unas gafas, es normal que alcaldes y concejales, que la mayoría no cobra por su servicio, se tienten la ropa antes de una decisión de este tipo. Los pueblos no tendrán piscina y muchos de los que habrían venido a sus segundas residencias o a casa de los abuelos, no vendrán o vendrán menos días.
Después de esta, el que más y el que menos se siente epidemiólogo, pues tal ha sido el bombardeo de información a lo largo de estos meses. Y además ya se ha visto que, antes que las recomendaciones de los científicos, lo que se ha impuesto ha sido lo que en cada momento políticamente convenía. No hace falta poner ejemplos porque el de las mascarillas, que pasaron en semanas de inútiles a imprescindibles, es suficiente e ilustrativo. Por ello uno se atreve a opinar desde la humildad y la más elemental lógica en un tema que ocupa hoy el centro de la polémica en el mundo rural.
Yo opino que si hay un sitio en el que se pueden garantizar las condiciones higiénico sanitarias para que no se produzcan contagios de ningún tipo, ese es una piscina. El agua de piscina, con el tratamiento de cloro convencional, tiene el mismo poder desinfectante que los geles hidroalcoholicos o el simple jabón de manos con el que nos aseguran impedimos la transmisión del virus. Y el acceso al vaso se puede controlar mediante duchas de paso y pediluvios imposibles de eludir por los usuarios, en los que el agua tenga el tratamiento simple que se ha impuesto. De maneraa que el miedo al contagio en una piscina sería muy inferior al que se pueda producir en un bar, en un campo de fútbol o en cualquier concentración social en la que tras las copas, la desinhibición y la confianza harán que se traspasen las reglas del alejamiento y la mascarilla. En las piscinas bien montadas no hay otra que pasar por el tubo de las reglas higiénicas. Lo otro, lo del césped, el bar, los juegos de los niños… se darán en una piscina como se darán en la plaza del pueblo.
La piscina en los pueblos es un atractivo imprescindible para darlos vida y un servicio que va más allá del entretenimiento. Es un servicio verdaderamente social. Pero el miedo se ha impuesto y uno lo comprende.
En el pueblo donde vivo ni siquiera he visto protestar por la medida a los que más pierden, que son la gente de los bares y de las tiendas de alimentación. Lo pensarán para sus adentros, aunque, en esto de las piscinas, luego todo el mundo confiesa que puesto en el lugar del alcalde habría hecho lo mismo.