La Constitución de Cádiz decía en su artículo seis que “el amor a la patria es una de las principales obligaciones de los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos”. Les faltó a aquella asamblea de predicadores laicos, curas liberales y obispos, añadir lo de solidarios, progresistas y fraternos. Ya se sabe que la creencia en el poder de la palabra impresa en el Boletín Oficial del Estado, en otros tiempos La Gaceta, es algo que ha acompañado al ser humano desde que entre el Éufrates y el Tigris y a orillas del Nilo se inventó la escritura. Palabra de faraón, de Yhavé, de Felipe II, o de de los firmantes de la Declaración de Filadelfia. Decretadas y grabadas en la piedra o en el papel las virtudes que deben adornar al siervo, al súbdito o al ciudadano el camino hacia la armonía universal y la paz universal está despejado. Eso, por las buenas. Porque por las malas siempre estará la ingeniería de almas y los ingenieros adjuntos para echar una mano.
En la primera ola de la pandemia, confinados, rendidos y asediados por el desconcierto, los españoles salimos a los balcones a proclamar la nueva humanidad que surgiría tras la purificación de una plaga que dejó a la mayoría dudando del progreso, vueltos hacia los altares y llenos de las grandes palabras que tanto nos calman en las bodas, en los entierros o cuando la fraternidad universal se dispara con la química de nuestro nuestro interior con unas cuantas copas de más. Todo iba a ser diferente. Íbamos a retomar la senda de Cádiz y todos prometimos ser justos y benéficos, fraternos, solidarios participantes de la nueva Humanidad…
Pero, amigo, la especie humana, como la cabra, siempre tira al monte. Los católicos predican lo del pecado original y uno tiene que rendirse a la evidencia. Solo una fuerza sobrenatural nos puede arrancar de la jodida naturaleza humana. Ni la ciencia, ni el arte, ni el vegetarianismo, ni el progreso material en forma de calefacción central y coches no contaminantes. No hay manera. Educa, decreta, machaca, reprime, libera… que da lo mismo. Siempre está ahí la pura esencia humana para demostrar que no hay nada que hacer que no sea intentar que la bestia humana no desate, sea con esas amarras que llamamos leyes, Contrato Social o simple educación inglesa.
En Ciudad Real, una estudiante de enfermería ha saltado a los medios porque sus compañeras de piso no quieren tener a una infectada de covid compartiendo su vida. La escandalera es digna de los Pantoja-Rivera-Jurado-Jesulín. Gracias a todos los dioses las grandes palabras han vuelto a todos los balcones y todos de nuevo nos sentimos justos, benéficos, solidarios y fraternos. Estamos de nuevo salvados y redimidos.