Desde hace años no hay vino malo. No conoce uno una sola bodega que haga vino simplemente regular. La culpa, como de casi de todo la tiene la técnica, la higiene y el acero inoxidable que ha hecho milagros en bodegas y almazaras, porque en el caso del aceite pasa lo mismo. Eso de que antes todo era mejor y más sabroso no se cumple en el caso de los dos productos mediterráneos por excelencia. Uno recuerda entrar a cualquier casa de pueblo y notar de inmediato el olor del aceite rancio que venía de la zafra de hojalata, situada en la despensa que no faltaba en ningún hogar, y donde se concentraban los posos d cien cosechas. Los primeros guiris que hicieron turismo por España relataban las arcadas que sentían en su cuerpo con el olor a fritanga en las casas de comidas y en las tabernas. España se asociaba a ese olor único que marcaba una frontera de civilización tan grande como los Pirineos. Un suplicio y una propaganda imposible para lo que luego, muchos años después, se vendería como la base de la dieta mediterránea, frente a la cocina de la mantequillas y las grasas animales. Incluso hoy al aceite de oliva le cuesta romper ese prejuicio grabado a fuego en los paladares de los europeos del norte.
Y con el vino pasa lo mismo. Es muy difícil encontrar un vino malo y perro de aquellos con los que se chateaba hace cincuenta años en los bares de toda España. Cualquier cooperativa de pueblo en nuestra región elabora vinos que pueden presentarse en cualquier mesa en la que no exista el prejuicio de la marca o la denominación de origen.
Cuando le dije un día a don Martín Pliego, un médico que no vivía más que para su profesión, pero que tiene un fondo del humanista irónico que comprende las debilidades del prójimo, que si era bueno el vino que me ponían por delante me bebía una botella y me quedaba tan contento, me recomendó que me pasara al vino malo, y me las vi negras para encontrar uno que no me incitara a beber la segunda copa. Siempre tenían algo que apreciar y paladear por mucho que bajara de estantería y de precio en el supermercado y rebuscara entre las denominaciones de origen más desconocidas. No hay vino malo, entre otras cosas, porque la abundancia de la oferta elimina a los atrevidos con la ley inexorable del mercado.
A la última cosecha manchega, que es la del Malhadado 2020, la han calificado de muy buena y uno está deseando probarla recorriendo la estantería de arriba abajo o de abajo a arriba, que tanto da. Lo de buena, muy buena, excelente o espléndida uno lo daba por hecho. Desde hace ya muchos años no hay una mala ni regular.