A los siete años, más o menos, uno tenía claros los peligros de andar por esos mundos porque ya leía a Julio Verne, aunque fuera en esas ediciones de la colección Historias de Bruguera que presentaban sus libros en formato abreviado en el que se alternaba el texto literario y el TBO.
Lo del demonio estaba claro. Era el enemigo que te tentaba para que te asomaras al precipicio y como el lobo de Caperucita te acababa deglutiendo de una sentada. Lo de la carne era otra cosa, porque no acertabas a dilucidar, entre las recomendaciones de mi madre, empeñada en que rebañara la vianda del cocido diario hasta el último trozo de tocino o morcilla y el aviso del peligro que suponía esa misma carne para la salud del alma, qué predicaba el catecismo en la buena obra que era la abstinencia los viernes de Cuaresma.
Algunos años después, y a la par que el “alemán” impasible del Cara al Sol se convertía en “ademán” la carne de los enemigos del alma se me reveló en la esplendidez adolescente de las formas de algunas muchachas. Caí en la cuenta de que la carne a la que el catecismo se refería, era la carne mortal, que algún día desgraciada e irremisiblemente, como todo en la vida, había de fenecer, que no las carnes muertas de la vianda cotidiana. La carne, efectivamente, era peligrosa y el Padre Ripalda tenía toda la razón en avisar de las asechanzas que se derivaban de ella.
Ahora, como aquellos curas que tronaban desde el púlpito contra la carne mortal, los nuevos curas del progresío nos aconsejan de sus peligros. Ya se sabe que como dijo no sé quién, que siempre es Oscar Wilde, cuando se deja de creer en Dios se acaba creyendo en cualquier cosa. El último cura ha sido el padre Alberto Garzón, porque está empeñado, como desde el principio se empeñaron los buenos discípulos de San Vladimir Lenin, en salvarnos de nosotros mismos por el expeditivo método que tantos éxitos ha alcanzado la aplicación de su catecismo desde su fecha fundacional.
A don Alberto y compañía se les cayó encima el muro de Berlín, pero inasequibles al desaliento, han rebuscado en lo mejor de las ideologías contemporáneas para adaptarlas a su peculiar forma de mejorar caritativamente nuestras vidas. Vieron en el ecologismo una fórmula fácil para suplantar el dogma del materialismo histórico y dialéctico con que nos catequizaron de adolescentes y han puesto el mismo entusiasmo en imponerlo, que pusieron, como ingenieros del alma, en construir de una vez el “homo soviéticus”. La carne, ya saben, ratificado por el Padre Alberto Garzón, en la lista de los enemigos del alma. Gracias por salvarnos padrecito.