Cualquiera que eche una mirada sin prejuicios ideológicos a la historia de España en el siglo XX coincidirá conmigo en que el año 1959 marca un antes y un después desde el punto de vista social y económico. España, a partir del Plan de Estabilización, pasó de ser un país fundamentalmente agrario y rural a seguir la misma línea del mundo occidental y hacer de la vida urbana y de los sectores secundario y terciario la base de su desarrollo.
De entonces para acá el porcentaje de urbana no ha hecho más que crecer, mientras que la población rural la perdía en la misma medida. El sector primario sufrió una transformación, mediante la mecanización y la aplicación de nuevas técnicas, que supuso un aumento continuo de la producción a la par que una disminución constante de la población activa empleada. La agricultura y la ganadería que permite al que la practica vivir de ella, y no siempre, emplea y fija en el medio rural cada vez menos población. Pretender actualmente que la población vuelva al campo, viva de él y se distribuya uniformemente por el territorio es una de esas utopías que solo se le ocurren al que no tiene ni idea de los que es la vida en el mundo rural.
Pero lo más gracioso del asunto es que los que predican todos esos conceptos de vuelta a lo rural, de sostenibilidad de ecología, de bla, bla, bla, son los mismos que en cuanto surgen iniciativas que pueden fijar población en los pueblos durante todo el año, que no unos cuantos días al año de vacaciones o unos cuantos fines de semana, son los que sistemáticamente se oponen a ellas.
Si las principales propuestas para recuperar población y llenar la España vaciada están basadas en la ganadería y la agricultura extensivas, el turismo rural y la oposición a cualquier otro tipo de actividad que se salga del catecismo progre y urbanita que se ha impuesto como una verdad inmutable, estamos apañados. Si en la producción de alimentos el mundo tuviera que seguir sus recetas las hambrunas de la Edad Media estarían servidas.
Los pueblos que han conseguido mantener población, o al menos que su sangría no fuera tan grave, son aquellos, como es el caso de las agrociudades manchegas, que han sabido mantener y adaptar sus actividades tradiciones en el campo con el desarrollo de los otros sectores y que les ha permitido crear unos servicios a la altura de la calidad de la vida urbana.
Pero es el tiempo en que las razones, por muy profundas que sean, nada tienen que hacer con la demagogia y el populismo nuestro de cada día. Ahora le ha tocado a la “España vaciada”. ¡Qué castigo señor!