No hay mejor manera de aguar la fiesta en un pueblo que dejarle sin toros. Este septiembre para el día ocho, que es una fiesta como la del quince de agosto, a los de La Iglesuela del Tiétar y a Navamorcuende se les ha dejado sin toros. La culpa la ha tenido uno de esos personajes tan cercanos a la tradición de nuestra clásica literatura picaresca que abunda desgraciadamente en el mundo del toro.
No son pocos los que sostienen que a la fiesta de los toros en España no se la cargarán los ecologistas ni los animalistas ni los antitaurinos de toda la vida. Se la llevarán por delante los que desde dentro del mundillo del toro desde hace mucho tiempo lo conciben como un simple negocio y juegan con la ilusión de los aficionados, que al fin y a la postre son los que mantienen el negocio.
En Navamorcuende y en La Iglesuela del Tiétar hay mucha desazón después de pasar unas fiestas sin toros y todos se conjuran para que no vuelva a ocurrir. De nada sirve echar la culpa a los respectivos alcaldes porque nadie está libre de que un Guzmán de Alfarache o un Lázaro de Tormes se vuelva a cruzar por el pueblo como promotor de la fiesta. Habrá que hacer una lista negra de pícaros gestores de esos que presuntamente organizarán los toros del pueblo, tenerla muy presente en años venideros y no permitir que vuelvan a hacer la faena de este año. Lo suyo es que los Ayuntamientos afectados, que por lo visto no son solo los dos citados, preparen una demanda judicial conjunta y reclamen por los daños y el quebranto causados.
Las fiestas se han salvado pero no han sido lo mismo. Por las mañanas, después del baile, las peñas se han ido a acostar, sin encierro al que acudir, y en la mañana el pueblo amanecía como si fuera un día de diario: yo tomando café en la terraza del Venecia, porque mi amigo Juliete no estaba, y poco más. Ni bares y calles repletas de gente hasta el mediodía ni nada que denotara que estábamos de fiesta. Que le pregunten al de la churrería ambulante, que no falta ningún año, cómo han sido las mañanas. Menos mal que como siempre a los fieles creyentes les queda el consuelo de la religión y las prédicas del cura José María, que es un cura de verbo fácil y que recibe a la feligresía a pie de obra como si de un párroco inglés de esos de las películas de Agatha Christie se tratara. El que no se consuela es porque no quiere.
La gente ha bailado, ha apurado la madrugada en el baile de la plaza y ha acudido en masa a la procesión y la función. La fiesta se ha salvado, pero no es lo mismo. Un pícaro al que el apelativo de taurino le viene muy grande nos ha aguado la fiesta y no hay otra que joderse, bailar y acudir a misa.