A Miguel de Cervantes le han levantado de su sitio habitual por unos días en la bajada del Arco de la Sangre de Toledo. Digo Miguel de Cervantes pero cualquiera entiende que lo que se han levado para el taller es su estatua. La culpa al parecer la tienen los anclajes que es necesario reforzar, no sea que un día de estos con la cercanía de toledanos y forasteros, que muchas veces no se conforman con hacerse unas fotos y le abrazan y le soban, el bulto de bronce se venga abajo y algún amigo de lo ajeno haga la caridad de darle refugio en casa.
Y es que desde que se bajó a los reyes y a los grandes personajes de sus peanas y se les puso a pie de calle a la altura de los viandantes como otro mortal más, la vida para las estatuas urbanas se ha hecho mucho más difícil, y si no que se lo pregunten al pobre Bahamontes, harto de cargar a la espalda con algún gracioso de madrugada en el Miradero.
Lo de poner a las estatuas diseminadas entre la gente en cualquier calle peatonal tuvo su encanto por la novedad. Uno se veía en Oviedo al lado de Woody Alllen o sentado en un café lisboeta en la misma mesa que Pesoa y se hacía la ilusión de revivir alguna peripecia de sus vidas. Luego, cuando la diseminación de estatuas se generalizó la cosa perdió un poco de su encanto. Para algunos esa promiscuidad entre personajes de bronce y de carne hueso es una invitación al colegueo y a subírseles a la chepa en cuanto uno se descuida. Las estatuas a pie de calle, sentadas en bancos, mezcladas entre la gente del común, son una tentación irresistible para sentirse un poco inmortal y, de ahí, al roce y al desmadre hay una línea muy fina. Pero la moda se ha impuesto y no hay ciudad que se precie sin un par de hijos ilustres en bronce andando por sus calles a la misma altura que cualquier vecino.
Así que lo de reforzar los anclajes se ha convertido en una de esas tareas de mantenimiento tan necesarias para Cervantes, como para los picadores gordos de Botero y los cien mil ilustres que andan por ahí, y a lo mejor algún concejal de Hacienda un día se pone a echar números y llega a la conclusión de que sale más económico y sostenible volver a los pedestales de siempre y sacar a las estatuas del pie de calle por muy moderno, democrático y humanizador que parezca el invento.