No hay cosa más deseable en la vida que no desear nada. Se dice pronto cuando en el bachillerato uno estudia a los estoicos romanos o a los cínicos griegos, pero la vida te hace muy difícil conseguir ese ideal. La biología marca el ritmo vital y el deseo se impone. Sin ese afán, al que luego algunos de viejo llamaríamos el "jodío ansia", todo sería un absurdo, una carrera por atrapar algo que se escapa cada vez que crees que tienes algo. De viejo, cuando toda la química interna se aplaca, es más fácil hacer filosofía desde un banco de un parque en el que te sientes pleno cuando el sol de invierno te calienta sin necesidad de pagar el peaje a una compañía eléctrica. Entonces es cuando te acuerdas de Diógenes "El perro" y de su célebre petición al rey de los macedonios para que se apartara y dejara que los rayos de sol siguieran calentándolo en la puerta del barril que le servía de domicilio. Pero nunca es tarde.
Cada vez que nos vemos es raro que mi primo Chuchi y yo no hablemos de Colaco. Incluso le digo que a Colaco el de Aldeanueva le hubiera podido sacar Luciano De Crescenzo en su singular 'Historia de la filosofía griega', donde recogió unos cuantos ejemplos contemporáneos de aquellos filósofos griegos reencarnados y desperdigados por la Italia de los ochenta del siglo pasado: "El cínico verdadero –dice De Crescenzo- no será nunca esclavo de sus necesidades físicas y emotivas, no sentirá nunca temor ante el hambre, el frío y la soledad, y no tendrá jamás deseos de sexo, de dinero, de poder o de gloria. Si os parece un loco, es solo, es solo porque ha elegido un modelo de vida totalmente opuesto al adoptado por la mayoría…". Se dice pronto, ya digo, desde la vejez.
De Crescenzo pone como cínico viviente contemporáneo, que él había conocido en la costa amalfitana, a Scisciò Morante, un "gentilhombre barbudo, de buena presencia, galante con las damas, reservado, sin residencia fija, algo snob, orgulloso como un noble español y sin una lira en sus bolsillos –y aún más: digamos también que sin ni siquiera bolsillos puesto que, para evitar poner dentro de ellos algo, se los había hecho coser por Pepito, el mejor pantalonero de Positano…". Mí cínico de la infancia, y al que con mi primo Chuchi, rendimos homenaje cada vez que nos vemos es Colaco, Escolástico por nombre completo y canónico.
Colaco no necesitaba nada. Si le llamaban a trabajar en el campo trabajaba como el que más; si no, no se quejaba y se recluía en su garito. Si alguien le daba de comer lo cogía; si no le daban, simplemente se quedaba al lado de la lumbre. Nunca se le conoció pidiendo, aunque nunca le falto alguna vecina que le llevara las sobras del cocido, el alimento universal de aquellos días en el mundo rural español. Vivía en una casita de una sola estancia donde tenía la cama, una mesa y una chimenea alrededor de la cual pasaba las horas de su vida. No quería nada ni aspiraba a nada y los muchachos del pueblo nos asomábamos de vez en cuando a ver admirados como alguien podía vivir así, sin desear nada, pedir nada, ni aspirar a nada. Nosotros, los muchachos de entonces, no sabíamos que Colaco era nuestro cínico contemporáneo, y por eso ahora no tengo otra que decirlo para que conste donde sea menester, aunque a él todo esto le importara un rábano, o un buen nabo para el cocido de la noche.