Que nadie le pida a Emiliano García-Page que se enrede entre las trampas que le tienden desde fuera y dentro de su partido. Que nadie le pida, por ejemplo, que vaya al Senado y diga allí lo que ha dicho a lo largo de estos meses, después del veintitrés de julio en los medios de comunicación. A Page, como miembro relevante del PSOE, se le puede pedir hasta dónde cualquiera que conozca el funcionamiento de los partidos en el sistema político español sabe que puede llegar sin hacerse el harakiri y facilitar la vida a los enemigos acumulados dentro de casa.
Que nadie le pida a Emiliano ir más allá de lo que ya ha dicho y que actúe como un suicida político, pero que nadie tampoco pretenda que desde el PP o desde los medios de comunicación no se le ponga delante de sus contradicciones acumuladas de cada día como lo más natural del mundo. Eso supone salvar al primer responsable, que siempre es uno mismo, y cargar la culpa sobre el sistema, la superestructura, el Universo entero y lo injusta que es la vida, como hace el pensamiento de izquierdas de Marx para acá. La culpa siempre es de otro y de todo lo demás.
Pedir coherencia y fidelidad a unos principios a un político en los tiempos que corren lo único que puede levantar en el interpelado es una sonrisa, y lo peor es que esa reacción se recibe como lo más natural del mundo por los que al final acaban votando.
Hay días en los que uno agradece la valentía de Emiliano enfrentándose a la opinión mayoritaria de la máquina de la que forma parte y otros no puede dejar de verle como el cómplice de una situación y unas decisiones que si nadie lo remedia tendrán consecuencias para varias generaciones de españoles. Hay días que uno ve la luz imaginando que algún día al frente del PSOE puede haber alguien como Emiliano y otros en los que solo ve nubarrones al comprobar el estruendoso silencio que acompaña sus reflexiones, incluso en su propio entorno, por mucho que se disfrace de inteligente táctica.
Como en casi todo en la vida, en este caso los unos y los otros tienen argumentos para alegar y para defenderse fuera de la melancolía de soñar con una mayoría de españoles que se sintieran, como proclamaba el ideal ciudadano de la Pepa de Cádiz: "Justos y benéficos".