Ahora que Talavera y Toledo, las dos ciudades clave de su vida, se han puesto a celebrar el centenario de la muerte del jesuita talaverano, pasado por la Pueblanueva, el gran historiador y jurista Padre Juan de Mariana, se me viene a la memoria una de esas anécdotas que, a pesar de su intranscendencia, nos permiten atisbar un momento de su larga vida. El prólogo al tratado dedicado a la monarquía, "Del Rey y de la Institución Real", dirigido al rey Felipe III, que tanta influencia tendría en el pensamiento filosófico-jurídico posterior, comienza con el conocido elogio a Talavera, tantas veces citado: "Hay en los confines de los carpetanos, de los vectones (sic) y de la antigua Lusitania una ciudad noble y famosa, cuna de grandes ingenios, que Ptolomeo llama Líbora, Livio Ebora, los godos Elbora, y nosotros Talavera…". Para después pasar a describir con grandes elogios la cercana sierra del Piélago como lugar ideal para pasar los rigores toledanos del verano.
Según él mismo nos cuenta, en el verano de 1590 pasó allí unos meses invitado por su amigo el canónigo de la catedral de Toledo, don Juan Calderón y Neyla, en lo que entonces eran unas pocas ruinas del antiguo convento, pertenecientes como ahora al arzobispado toledano. Además del amigo Calderón, también se cita, simplemente como Suasola, al que debía ser en aquellos momentos beneficiado de Navamorcuende, y que muy posiblemente era Juan de Zoazola: "Estaba a la sazón con nosotros Suasola, varón docto y prudente que venía frecuentemente a confesarnos desde el vecino pueblo de Navamorcuende, sugeto de tan claro ingenio y de tan candorosas costumbres, que con facilidad se reconoce en él al verdadero cántabro…".
Con estos dos personajes, confiesa el P. Mariana, subían por las tardes a la "cercana cumbre, desde la cual podíamos contemplar, a pesar de la distancia lo monumentos de Toledo cuando no empañaba nubecilla alguna aquel sereno y transparente cielo…", y conversaban amigablemente sobre algunos de los problemas que trataría en la obra citada.
Pero, desgraciadamente, el idílico recuerdo de aquel verano en la memoria del jesuita talaverano se vio empañado por la aparición de una epidemia que en aquel otoño asolaría buena parte de España y que en abril le costaría la vida al canónigo Calderón. Su cuerpo está enterrado en la capilla del Sagrario de la catedral de Toledo acompañado de una inscripción latina que nos informa de su procedencia soriana y tiene todo el aire de haber salido de la pluma de su amigo Juan de Mariana.
En estos días, alguna reseña de los actos a realizar, quizás por la acumulación de información que corre muchas veces sin pies ni cabeza, hablaba del "retiro" del jesuita en el lugar del convento del Piélago, dando la impresión de que se había retirado definitivamente en aquellos parajes. Sólo fue un veraneo, aunque no es descabellado pensar que, por el gran recuerdo que demuestra tener de ese tiempo, la experiencia veraniega no debió ser la única.
Valga la anécdota como homenaje.