Algoritmos
Un mundo se acaba y otro está empezando a empezar. Convivirán ambos durante un tiempo, mientras los restos y los rezagados del primero desaparecen completamente. En el mundo que se acaba las relaciones entre personas se mantenían en presencia, cara a cara. Mirando a los ojos, tratando de escudriñar los estados de ánimo del interlocutor, más allá de los gestos o de las expresiones faciales o corporales. Cada día los huecos del mundo que termina son ocupados por algoritmos. De manera progresiva los algoritmos rigen nuestras vidas, nos dicen qué tenemos qué hacer, cómo debemos comportarnos, cómo tenemos que rellenar una solicitud o qué doctrinas trasmitir a los hijos. Los algoritmos son abstractos e impersonales. Combinaciones cuánticas que, con los datos suministrados, “zas”, te señalan lo que corresponde.
Los algoritmos no tienen cara. No tienen ojos, ni verdes ni azules. No te pueden mirar cómo miraría Paul Newman o con la fiereza azucarada de Elisabeth Taylor. Carecen de nariz, grande o pequeña, así que no pueden ser judíos o Cleopatra, si es que la última disponía de una nariz tan prominente como cuentan algunas leyendas. Carecen de cuerpo tal como lo conocemos en la actualidad. Los algoritmos no necesitan cirugía estética, ni tratamientos para la piel, aunque deben ser revisados periódicamente lo que se asemeja a una intervención quirúrgica de rejuvenecimiento. Los algoritmos comenzarán tratando las enfermedades humanas, cuidándonos en nuestras casas, pero terminarán habitando en otras estructuras más complejas a las que ya se llama “Inteligencia Artificial.” Entonces serán independientes, nada querrán saber de las historias humanas. ¿Cómo discutir o hablar con un algoritmo? Imposible.
Aunque nos entrenamos cuando hablamos con máquinas, intuimos que es un proceso de transición hacia un universo complicado. Una máquina nos llama por teléfono, nos dice los pasos a seguir: marque uno, marque dos o marque veinticinco. Las máquinas nos hacen encuestas de satisfacción por el servicio prestado. Una máquina orienta el sentido del voto en las elecciones. De tal manera que, cuando votamos, creamos que actuamos libremente. Lo que hacemos en realidad es lo que una serie de algoritmos nos indican. La libertad, por la que millones de personas han muerto, cada día empieza a ser más un mito de épocas arqueológicas.
Pero su injerencia no sólo se queda en el campo de las decisiones; también condiciona las emociones. Mediante una combinación de algoritmos elegiremos pareja, cuyo divorcio vendrá preestablecido. Antes de casarnos ya conoceremos el día, el mes y el año de la separación. Lo cual no está nada mal, así nos preparamos para el trago. Y es que separase de alguien a quien has querido o con quien has convivido años no deja de ser traumático. ¿Sentiremos, por ejemplo, rabia e impotencia ante la guerra que las potencias mundiales mantienen en territorio ajeno como es Siria? Un tipo destruye a su pueblo, con las armas proporcionadas por otros, para gobernar sobre un montón de ruinas. Tragedia. El personaje, prefiere las ruinas a dejar el poder. Aprendió de su padre, que también reinó sobre ruinas. Tal clase de sentimientos se habrán esfumado, carecerán de un algoritmo que los catalogue e impulse.
Como máximo quedará una vibración metálica, una indiferencia neblinosa en lugar de algo semejante a lo que una vez sintieron los humanos. En el universo de los algoritmos viviremos en una insatisfacción angustiosa. Si ocurriera en tiempos existencialistas hablaríamos de “Náusea”. Pero eso quedó obsoleto hace tiempo. Nos adentramos en parajes en los que, como ha escrito el filósofo de moda, que todo el mundo cita, pero nadie pronuncia, Byung–Chul Han, nosotros seremos nuestros propios explotadores. Algunos lo llaman “autorrealización”.