Todas las burbujas explotan. Duran más, tardan menos, pero explotan. Podemos fue “una burbuja,” cuya explosión comenzó desde sus inicios. Aquella “supernova” rutilante que apareció, casi de la nada, hace cinco años, y encandiló a la izquierda añorante de una izquierda sempiternamente inexistente, no ha aguantado por sus carencias ideológicas y por la inclinación totalitaria de sus dirigentes. De los fundadores del invento, solo queda uno. Un récord que supera a las monomanías depurativas de Stalin.
Al engorde de la burbuja contribuyeron quienes entendieron que los que se adscribían al movimiento eran nuestros hijos. O una falacia mayor –tan aparentemente verdadera, como esencialmente falsa–, que eran como nosotros, cuando nosotros éramos jóvenes. Nada más alejado de la realidad, aunque la falacia tuviera éxito. ¿Y quiénes participaron en la expansión de la burbuja? Profesionales, de distinto pelaje y diversas procedencias, a los que la democracia les resulta aburrida. En una democracia ordinaria no existe lugar para la diletancia ni para la estética de la disendencia vitalicia. Soy tan progre que siempre estoy contra los que mandan, pregonan hormonalmente.
Se sumaron burguesitos, jóvenes o viejos, tanto da, deseosos de experimentar una revolución, por supuesto, que a ellos ni les rozara. Tienen olvidado, o en esos días no asistieron a clase, que la revoluciones son ciegas, sordas, mudas e inertes. Y que, como las aguas desbordadas, arrastran lo que se interpone en su deriva. Son nuestros hijos, se dijo. Y en la afirmación se introdujo el sicoanálisis, un problema, y a Freud y su teoría de la lucha generacional. Mal lo habían hecho los padres que no fueron capaces de explicar a sus hijos, instalados y protegidos, que no existe revolución que haya triunfado y que el estado de bienestar ha sido conseguido por la socialdemocracia a la que acusan de traidora. Al coro se unieron los desencantados del PSOE por motivaciones tan diversas como intereses individuales. Zapatero había traicionado a la clase trabajadora, o sea a todos nosotros, cuando modificó el artículo 135 de la Constitución. Alemania se convirtió en nuestra gran enemiga, a pesar de BMVs, Mercedes o Volwagens.
El discurso ofertaba iniciativas emotivas, aunque poco factibles, pero eso es lo de menos. ¿A quién le importa la “factibilidad” de una revolución cuando solo se trata de conversaciones de bar o descargas de insatisfacciones acumuladas? Se anunciaba el fin de las élites; se proponían cerrojazos a las puertas giratorias, controles exhaustivos a las empresas del Ibex, nacionalizaciones de servicios básicos, viviendas gratis, subsidios permanentes para los desempleados. En pocas palabras: “asaltar los cielos”. Y, cuando procediera, implantar la igualdad universal. Todo trufado con los fantasmas particulares de la mitomanía española: invocaciones a la República y difusos aromas de anticlericalismo y ateísmo juvenil.
En el ambiente confuso de una crisis estructural apareció Podemos con explicaciones sencillas a problemas complejos. Inició entonces su viaje alucinado por las ideologías. Desde el más ortodoxo leninismo-trotskista, pasando por el comunismo de Gramsci, invocando la socialdemocracia anterior a la segunda guerra mundial, para recalar en el peronismo del matrimonio Kirchner. Laclau y su compañera Chantal Mouffe serían nuestros guías teóricos. Subterráneo circuló el discurso de las vanguardias que acabarían en nombre del pueblo con el corrupto modelo de la democracia representativa y liberal. Todo maridado con los ingredientes mágicos de las nuevas tecnologías, plataformas de inscritos y el pueblo reunido en asambleas, compartidas en Twitter, Instagram o Facebook. La aventura consiguió un primer resultado ya conocido en la Historia: mientras la ciudadanía soñaba con la revolución, el poder se dejaba a la derecha.
Que Errejón haya rematado la burbuja tal vez sea sólo una anécdota.