Entre enero y marzo de 2019 se cumplirán 80 años de aquella tragedia que vivieron los españoles en idénticos meses, solo que del año 1939. Medio millón de españoles –las cifras oscilan– huían de España. Comenzaba para unos un exilio de terror y muerte; para otros, de incertidumbre. Tras una guerra civil de tres años, donde se ensayaron nuevas formulas de destrucción de individuos, ciudades y paisajes, emprendían camino hacia lo desconocido. Una continuación aún más amarga de aquellos años en los territorios oscuros de asedios, bombas, balas pérdidas, traiciones. Los más preparados y mejor relacionados tuvieron suerte dentro de la universal infamia que significa cualquier exilio. Méjico, Argentina o Chile acogieron a varias de estas gentes. Allí construirían nuevas vidas, aunque siempre colgados de la añoranza de España. Los exilios es lo que tienen: crean complejas adicciones. Los menos preparados o peor relacionados cruzaron las fronteras de Francia, Túnez o Argelia y terminaron en campos que ni siquiera eran de concentración.
El símbolo de los últimos son los “Machado”, una familia de clase media, poetas, más famosos después que en su época. El 29 de enero de 1939 llegaban a Colliure, un pueblecito de Francia. Preguntaron por un lugar donde alojarse. Limpio y no muy caro, manifestaron. Antonio andaba con dificultades. Excesivo tabaco, demasiados sufrimientos. La madre, llevada en brazos por Corpus Barga. En el trayecto, la madre le susurró al oído "¿Llegamos pronto a Sevilla?". La pregunta escenificaba la desorientación de todos cuantos, como aquella mujer, habían salido hacia el exilio. Sevilla se constituía en alegoría ontológica del paraíso local arrebatado. Los más de los exiliados perderían la identidad y la dignidad en los cercados en los que estuvieron encerrados. Según cifras aproximadas, entre 50 y 100 personas morían en los primeros días por frío, hambre, dolor por la derrota o angustia por un futuro impreciso. Todos sintieron que habían sido tratados como animales.
El día 24 de febrero de 2019, el presidente, Pedro Sánchez, ha visitado la tumba de Azaña, primero, y la de Antonio Machado, después. Será la primera vez, en ochenta años, que un presidente del Gobierno de España haga a una vista a los lugares del recuerdo de unos exiliados que no sobrevivieron al destrozo de experiencias tan trágicas. Probablemente el acontecimiento histórico más relevante en lo que llevamos de democracia. Demasiado tarde para pedir perdón, ha dicho Sánchez. Y tiene razón. Si Antonio Machado y familia simbolizan a los exiliados corrientes, Azaña encarna el fracaso de la comprensión democrática de la política en tiempos de fascismos emergentes. El dialogo no pudo ser, las reformas para la modernización de España tampoco. Los más preparados de aquellas generaciones fueron incapaces de cambiar un país necesitado de ingentes transformaciones. Al fracasar el reconocimiento democrático al adversario político, esencia de la democracia, una parte recurrió a la guerra que supone el desprecio total del dialogo y el deseo del aniquilamiento del adversario. Azaña moría en noviembre de 1940. En el momento del entierro, algunos reclamaron la bandera republicana para colocarla sobre el féretro. El prefecto se negó. Recibía órdenes de Petain. El Cónsul de Méjico reaccionó: “Le cubrirá la bandera de Méjico. Para nosotros será un privilegio. Para los republicanos una esperanza y para ustedes una dolorosa lección”. La vista de un presidente de España tal vez sea el aprendizaje de la lección que el cónsul mejicano pedía.
En Francia, a este exilio y su tratamiento cruel, lo denominan eufemísticamente “Retirada”. En España, más drásticos, habíamos elegido hasta ahora el silencio y el olvido.