¿Son inocentes los ciudadanos?
Que los políticos son malos es un tópico universal. Se repite en todos los países y en todas las épocas. La visión peyorativa de los políticos y la política la exhiben los ciudadanos en sus conversaciones habituales se publica en los medios de comunicación, se escribe en novelas, en el cine, en series televisivas o hasta en “spot” publicitarios. ¿Tienen algo que ver los ciudadanos con la calidad de los políticos y de la política? Acerquémonos a la situación de estos días. Desde que terminaron las sucesivas elecciones de esta primavera seca de la mitad Sur de España, los medios de comunicación y los comentarios habituales se nutren de los vaivenes de unos y de otros para establecer acuerdos. Tanto trajín, para algunos, es la expresión del “cambalache” tanguero, que cantara Gardel. Pocos se atreven a admitir que los políticos proceden de los ciudadanos y que el galimatías que tienen delante es el resultado de sus votaciones. O sea que del magma actual son responsables los ciudadanos, como lo fueron de los aciertos de la Transición. ¿Y los políticos? Lo que hacen es interpretar de una manera o de otra la voluntad cívica. Como lo haría cualquier otro ciudadano, incluidos los que descalifican a los políticos, en el mismo escenario. Se ha votado en razón de libertad de cada cual. Y lo que descubrimos es que los propios ciudadanos son incapaces de entenderse a sí mismos y de articular su propia convivencia. Responsabilizar a los políticos funciona como el exorcismo que nos exime de nuestra responsabilidad particular y colectiva, pero eso no deja de ser un mero truco para encubrir la realidad.
Las complicaciones que se presentan para articular acuerdos y pactos no se debe a que los políticos sean malos sino a unos resultados electorales que reflejan unos territorios confrontados entre ellos y unos ciudadanos confusos. Algunos encastillados en diferencias identitarias y otros cabreados con sus situaciones personales y sociales, los más por indiferencia. Se vota lo que se vota y eso convierte a los ciudadanos en artífices de la situación. Sí es, sin embargo, responsabilidad de los políticos que, por razones personales o tácticas, se promuevan “cinturones sanitarios” a tal o cual partido o alguno de sus miembros. Un hecho insólito en democracia que se define por el respeto al adversario. El ejemplo más exacerbado lo representa el Sr. Rivera. Un mago de la exclusión, con los cables cruzados. Comenzó la campaña estableciendo fronteras contra el Sr. Sánchez. Tras los comicios territoriales y locales anunciaron que firmarían pactos con quienes abjuraran del mismo Sr. Sánchez o actuaran en su contra. Igual de disparatado resulta imponer para la constitución de los ayuntamientos la condición de apoyar la aplicación del artículo 155 a Cataluña. ¿Cuándo? ¿Ahora? ¿Siempre? ¿Cuándo convenga a las estrategias del Sr. Rivera? O sea, nada de nada. Astillas para preparar los fuegos que vendrán. Y por si fuera insuficiente tanta nadería toma cuerpo la ocurrencia de dividir los mandatos de varias alcaldías por años: dos tú, dos yo.
Y, eso sí, más parece responder a reparto de botín o a “egos” de “última oportunidad” que a proyectos colectivos o de profundización de la democracia. Para completar el cuadro absurdo del Sr. Rivera queda eso, ensayado en Andalucía y repetido en Madrid, de que Cs forma parte de un gobierno que “blanquea” a un partido fascista, pero nada tenemos con él. Una estulticia. No es de extrañar que el Sr. Macron no lo entienda. Tendría que ser muy cínico para comprender a Rivera. ¿Son inocentes los ciudadanos? ¿Son malos los políticos actuales?