El martes, 20 de agosto de 2019, el director del Museo Sefardí (un museo para la paz y la tolerancia, lo había denominado él), Santiago Palomero, se despedía de nosotros. ¿Qué decir? ¿Qué palabras emplear? ¿Con qué tono escribir para que una necrológica no parezca una necrológica al uso? En un escrito de despedida anunció que se retiraba al Monasterio de Uclés “para meditar y consultar textos inéditos”. Disculpen, creo que nos engañó. Era cultivador de la sorna y la ironía fina; le divertía dejar pistas confusas sobre su persona. Mi teoría (ciertamente arriesgada, para eso está la Historia) es que ha partido hacia la Atlántida, el territorio al que envió Hugo Pratt a su personaje Corto Maltés y donde, probablemente, le esperan ambos.
Para quien no lo sepa, Hugo Pratt fue un italiano, de origen judío, cuyos antecedentes se pueden rastrear en Toledo. En alguno de los envites que periódicamente se organizaron por aquí contra los sefardíes, los conversos después, y más tarde los moriscos, debieron salir de la ciudad. La madre, según Palomero, era “una sefardí de Venecia que le cantaba en la cuna viejos romances castellanos”.
Sí la realidad sucediera como imaginamos, Hugo Pratt, cuando intuyó que iba a morir, viajaría a Toledo. Tal vez para recuperar las evocadoras canciones sefardíes de la infancia; tal vez para buscar cobijo eterno para su criatura. Para quien no lo sepa, Hugo Pratt fue el creador del personaje de cómic, Corto Maltés, un marinero estilizado, con un aro en una oreja, que fuma sin cesar en los tiempos en los que fumar servía para enamorar. Pregúntenselo a Bogart. Humberto Eco lo dejó dicho: “Cuando quiero relajarme leo a Engels, cuando quiero algo serio leo a Corto Maltés”. Y, un último detalle, Corto Maltés fue hijo de una gitana de Sevilla y de un marinero de Cornualles.
En 1917 comenzaron sus aventuras como marinero seductor entre las tragedias de la primera Guerra Mundial. En la última de las obras de Pratt (se han hecho secuelas posteriores), le envió a descubrir la Atlántida. El personaje no moría, se desvanecía. Y desvanecido permanece, aunque Santiago Palomero lo descubrió en un libro de vistas de la Sinagoga del Tránsito. Confirmó que Hugo Pratt realmente visitó Toledo en 1995. Era un anciano. Y al finalizar la visita de la Sinagoga dibujó en el libro su personaje. Lo dejaba en herencia a Toledo. Ya no tenía cabida en el mundo que se anunciaba: interconectado, con redes sociales echando humo y selfies por todos lados. Lo imaginario se hacía realidad. ¿O es la realidad la que se hace imaginaria?
Santiago Palomero convirtió a Corto Maltes en el fantasma simbólico de la Sinagoga del Tránsito, consciente de que la habitan otros muchos: los perseguidos por sus ideas, los emigrados por cualquier motivo, los expulsados por sus prácticas religiosas, los fugitivos de la miseria. Intencionadamente quiso que el Museo Sefardí fuera un lugar de tolerancia, de diversidad autoafirmada. Todo a la sombra del fantasma del marinero libertario Corto Maltés. ¿Dónde podría ir un Súper Héroe como Santiagosi no es a la Atlántida, donde se concentran los mejores tipos con los mejores sueños, desde Platón hasta Fray Ricardo de la Vorágine o Rilke?