En el año 1933 Jorge Luis Borges publicó “Historia Universal de la Infamia”. Escribía el comienzo de una Enciclopedia interminable para que se fuera rellenando con narraciones infames de épocas posteriores. Cuando hayan transcurrido algunos años los historiadores e investigadores del futuro estudiarán, atónitos supongo, los comportamiento de la oposición política de España y de diferentes medios de comunicación, durante el tiempo de una pandemia causada por un virus denominado Covid 19 (con “d” de diciembre) y sus efectos catastróficos.
En España se están librando varias guerras distintas a la sanitaria. Emboscándose tras ella se agitan una guerra territorial, una guerra política y una guerra económica. Esta última, como interpretarían los seguidores del materialismo histórico, sería el armazón que las contiene y explica a todas. Dos son los modelos que se dilucidan en esta contienda económica que, para la derecha tradicional, empieza a ser agónica, por la aparición de la nueva economía de la ultraderecha, autárquica y localista. Intuimos que, tras la epidemia, el futuro será distinto. Nadie se atreve a decir cómo será ese futuro. El mundo no va bien. La pandemia es una prueba. Pero, también, el primer episodio de una sucesión de catástrofes que vendrán a continuación. Nos adentramos en un universo en proceso de apocalipsis.
El futuro, con todas sus incógnitas, se situará entre dos opciones: más igualitario y cooperativo o más insolidario y agresivo. Dependerá de quienes sean los vencedores. Un virus ha aflorado la fragilidad de los servicios públicos; las debilidades de un modelo productivo, basado en la prestación de servicios; la precariedad del empleo por la escasa cualificación de empresarios y trabajadores y la endeblez del propio Estado que, creíamos, seguro protector.
Nos está mostrando los rotos de un modelo que optó por adelgazar el Estado, desinvertir en servicios públicos y propiciar la injerencia de la iniciativa privada como gestora y prestadora de esos servicios. Las batallas se libran entre un neoliberalismo acaparador o un socialismo democrático. La Sra. Ayuso, con su locuacidad ególatra, lo ha expresado con nitidez: “El liberalismo y el socialismo nada tienen que ver, es agua y aceite; yo quiero apostar por bajar impuestos…. Quiero apostar por la colaboración publico privada, quiero seguir defendiendo la libertad sanitaria, la educativa.” En España, en estos momentos, los inversores del neoliberalismo tienen la certeza de que aún hay disponibles rentables parcelas de lo público por controlar. Por eso tienen prisa. Ahora o nunca, es la consigna. Máxime, cuando se tiene un gobierno débil y debilitado no solo por su composición, sino también por la gestión de un virus imprevisible.
El socialismo democrático (subrayen, por favor, lo de democrático) es un modelo que entiende que los impuestos que pueden bajarse, sí es que deben bajarse, (dudoso y no aconsejable), son los de las rentas de las personas físicas, no los del capital. Un modelo que entiende que los impuestos deben servir para fortalecer los servicios públicos y mejorar infraestructuras, no para incrementar y garantizar inversiones privadas. Los impuestos son los instrumentos que mejor garantizan la reducción de las desigualdades, no otros sucedáneos de la economía neoliberal. No nos engañemos, las deficiencias sanitarias actuales hay que buscarlas en las carencias tecnológicas, de investigación y de recursos de esos servicios. No, no teníamos la mejor sanidad del mundo, como decía cierta propaganda. Como no tenemos una educación y formación de calidad. Carecemos de una asistencia cualitativa a los mayores que reduzca la mortalidad que se está produciendo. No, no tenemos un Estado que, en situaciones excepcionales, pueda combatir con eficacia las guerras que hay que librar.