Algunas de las virtudes de la política son la prudencia, la oportunidad y una cierta audacia. Pensemos entonces ¿qué gobernante, no ya patriótico, sino simplemente cauto, se adentraría en territorios en los que pudiera perder más de lo que podría ganar? ¿Qué necesidad, incluso egoísta, tendría un presidente de un gobierno débil, como Pedro Sánchez, de añadir a los problemas que ya tiene, otros, igual o más complejos? Preguntémonos también ¿quién gana en una crisis institucional y qué perderían los que en todas las crisis pierden?
En los tiempos no tan lejanos en los que los españoles tuvieron la ocasión de superar años de historia, desde las universidades, desde las empresas, grandes o pequeñas, desde las administraciones públicas, desde los centros de enseñanza, desde los sindicatos emergentes, gentes diversas se pusieron en marcha conscientemente para construir unas estructuras institucionales que aseguraran que las antiguas historias no se repetirían. Se improvisó una clase política variopinta, unida por el compromiso firme de superar acontecimientos que habían destrozado la vida de miles de españoles. Construyeron una Constitución en la que tuvieran voz y voto todas las ideologías y todos los territorios para que pudieran expresarse sin tener que recurrir a la violencia.
Algunos han denominado a aquel proceso colectivo “régimen del 78”. Unos lo hacen por romanticismo, otros por ignorancia y otros porque consideran que favorece sus intereses. Pero no fue un régimen lo que se creó, sino una democracia parlamentaria estable que posibilita las discrepancias y al mismo tiempo el desarrollo y crecimiento social de los gobernados. Aunque, como toda democracia, debe estar sometida a procesos de mejora que garanticen la mayor libertad junto con las mayores cuotas de justicia y equidad. ¿Por qué algunos, incluidos los nacionalistas catalanes y vascos, tienen interés en alterar lo que llaman el “régimen”? ¿Cómo les beneficiaría a ellos? ¿Cómo perjudicaría a otros?
El país del que es presidente Pedro Sánchez, como militante del PSOE, tiene que enfrentar una crisis sanitaria impredecible. A su vez, la crisis sanitaria está desencadenando una crisis económica, cuyas consecuencias aún no hemos contemplado en su compleja realidad. Un consejero de una entidad bancaria nacional declaraba el domingo en un diario que “esta es la peor crisis que hemos visto en nuestras vidas”. Contemos con una masacre cuando finalicen las anestesias gubernamentales. A ambas crisis se suman las que ya se venían acumulando de organización territorial del Estado. ¿Qué audacia impulsaría al PSOE a prescindir de la prudencia y oportunidad para añadir a esas crisis, una más, esta institucional, que trastoque los equilibrios diseñados por quienes en 1978 construyeron una Constitución para todos?
En una carta a los militantes, el Secretario General del PSOE, Pedro Sánchez, ha manifestado que el partido se siente plenamente comprometido con el pacto constitucional. La Constitución no fue una cesión ni una concesión, escribe. “La Constitución fue una conquista alcanzada con la lucha y el sufrimiento de los demócratas antifascistas… Somos leales a la Constitución; a toda de principio a fin. Y la defenderemos a las duras y a las maduras.” El PSOE fue artífice en gran parte de esa arquitectura que ha garantizado una democracia sin precedentes en la Historia de España. El sentido de la oportunidad, la prudencia y una cierta audacia fueron los instrumentos empleados para asegurar la convivencia sin limitaciones. Lo cual no ha evitado que decenas de responsables públicos hayan sido o estén siendo procesados por presuntas corrupciones. Aquellas generaciones soñaron con poner fin a una historia que solo narraba enfrentamientos y subdesarrollo. Soñaron con el futuro. Y así el pasado se convirtió en el libro en el que aprendieron a corregir los errores cometidos en tiempos anteriores.