En los barrios de mi infancia tres palabras sonaban temibles: tuberculosis, inclusa y asilo. Hasta el hambre de la época asustaba menos. El asilo y la inclusa se destinaban a los niños abandonados, o con familias destructuradas, que se diría hoy. Pero también el asilo se reservaba para los ancianos. Los que habían sobrevivido a la guerra y la posguerra entendían como la peor de las desgracias que los llevaran al “Asilo”. “Al asilo no”, gritaban con pavor, y subían el tono de voz para que se escuchara su negativa por los barrios de San Justo o la Bellota. Si los hijos o la familia te internaban en el asilo debías “abandonar toda esperanza”. Aquello era la antesala del infierno, si no el infierno mismo. El asilo suponía el abandono, la soledad, el mal trato, la pérdida de la dignidad humana, la muerte en una desolación absoluta.
Con el progreso, el inicio del estado del bienestar, la organización del Estado en Comunidades Autónomas, la aparición de los trabajadores sociales, los “asilos” antiguos se transformaron en “Residencias”. Y como los nombres definen la realidad, al menos en la imaginación, las residencias para ancianos se asimilaron a lugares de lujo en los que se prestaba a los ancianos la atención que los hijos y las familias no daban o no podían dar. Se configuraban como espacios de convivencia y condiciones de vida inmejorables, atendidos por personal cualificado. Aunque, cuando visitabas a un familiar o alguien conocido, tan idílica imaginación no se ajustaba a la realidad. La gran mayoría de los residentes estaban en sillas de ruedas. ¿Por qué tantos?, pregunté. Alguien contestó: para que resulten más controlables. Todos juntos y con dificultades de movimiento exigen menos empleados. Por las mañanas, tras el desayuno, les aglomeran en una sala grande con una tele pequeña y con unos programas que a nadie interesa y otros ni ven. Así pasan las horas hasta el turno de la comida. Durante la tarde se repite idéntico ritual, a la espera de la cena y acostarse pronto, que los trabajadores de tarde tienen que marcharse a casa. Con estas rutinas transcurren los días, las semanas, los meses, los años de los ancianos en la residencias. Y con esa acumulación diaria cualquier cosa es posible. Imagínense un virus.
Y en estas estábamos, autoengañandonos en la creencia optimista de que las Residencias no eran los antiguos asilos con maquillaje moderno. Entonces llegó el virus y descubrió el armazón de intereses económicos, burocracias ineficientes, arquitecturas inadecuadas, falta de personal y otras indignidades. El virus nos ha retrotraído al asilo antiguo. Solo que con modelos de gestión de empresa. Unos eran de titularidad pública, otros de titularidad privada, pero concertada con la administración – lo que supone aportaciones de dinero público – y otras totalmente privada, pero muy caras. Las residencias, descubrimos, se habían organizado como negocios, ni siquiera como caridad, y los negocios cifran su objetivo en ganar dinero. Cuanto más, mejor. No repetiré lo que ya se ha contado o hemos visto. En cualquier caso nada que se parezca a la dignidad humana. No reproduciré el número de muertos, ni los efectos de los confinamientos feroces. Un virus pandemico ha acelerado la necesidad de revisar, de arriba abajo, los edificios que se han construido en tiempos recientes, tanto en sus estructuras arquitectónicas como la calidad de los servicios que prestan. Hay que innovar en los principios por los que se rigen estos centros. Las residencias son lugares para vivir o se convierten en almacenes para morir. Es preciso cambiar los modelos y concepción de la residencias de ancianos para que no sean como los asilos antiguos.