Escribir sobre el anteproyecto reciente o la ley anterior del gobierno Zapatero de "memoria histórica” parece fácil. Tanto para quienes escriben a favor como en contra. Se escriben panfletos, el periodismo se convierte en trincheras, se olvida la información y la opinión, se agitan emociones oscuras. Abundan los textos que nada aportan al rigor teórico y metodológico del binomio “memoria y olvido”. La simplificación más grosera, cuando no el adoctrinamiento burdo, impregna los escritos. La tesis de quienes se oponen a cualquier proceso de memoria gira sobre una idea central: dejemos las cosas como están. Ocurrió lo que ocurrió. ¿Para qué saberlo? Los partidarios de la recuperación de la memoria tampoco afinan mucho en un asunto de complejidad enmarañada. En medio de este debate se ha publicado un libro que, a quienes esquematizan sus argumentos en un sentido u otro, les sería útil leer. Se titula “Una violencia Indómita. El siglo XX europeo”. Su autor Julián Casanova. Y del libro reproduzco una cita que nos sitúa en lo que ocurre. "Cuando se trata del siglo XX –de guerras, revoluciones, limpiezas étnicas y genocidios– resulta difícil distinguir entre las investigaciones sólidas, contrastadas, debatidas en congreso científicos, y los relatos propagandísticos o políticos”. La memoria y cuanto gira a su alrededor se convierte en espectáculo mediático o en sensacionalismo.

El autor expone las dificultades que existen para llegar a un acuerdo que satisfaga a todos, pues cada cual cree tener razón. La historia no es un relato único ni monolítico. Con el pasado, se pretende relatar y justificar el presente. “Quien controla el pasado, escribe el futuro”, fue el principio que inspiró los años de la revolución soviética, cuando se propuso construir al “homo sovieticus". Para entender mejor esto les recomendaría un libro antiguo, pero recién traducido en España, del periodista David Remnick, titulado “La tumba de Lenin”. Comparando historias de otros países vemos las dificultades que se dan para transitar de un régimen totalitario a una democracia participativa. Casi todos los países anotan su fracaso de una manera o de otra. España fue de los pocos capaz de construir una Transición consensuada de una dictadura a una democracia. Para lograrlo se optó por atenuar el recuerdo inmediato del pasado. Si se hubiera elegido lo contrario, tal vez, no se hubiera obtenido el éxito que resultó. Exiliados y encarcelados por la dictadura dialogaron y convivieron con miembros del régimen anterior. Sabían que su obligación nacional debía ser superar los acontecimientos que desencadenaron el golpe de Estado, la guerra civil, la represión posterior, el exilio de varias generaciones. Nunca, como hasta esos momentos, resonaron tan vibrantes en los salones de las Cortes Generales las palabras del republicano Azaña, “paz, piedad, perdón”. Paz para vivir, piedad para olvidar, perdón para recordar. La Constitución, fruto de aquel acuerdo tácito, definió a España como un Estado social y de derecho, compuesto e integrado por nacionalidades y regiones. Todos forjaron equilibrios para situarse en el futuro.

Si consideramos que la “perestroika”, en la gran Rusia, fue un proceso para pasar de un estado totalitario y represor a una democracia, constatamos su fracaso. Desde los primeros intentos de apertura de Jrushchov, y más tarde de Gorbachov, se buscó recomponer los horrores que la revolución había causado. Rusia está siendo gobernada por Putin, con modos y maneras de mandatario autoritario. Eso por no citar los países del Este o los que integraron la Unión de Republicas Soviéticas, todas regidas por dictadores. Ellos fracasaron, nosotros acertamos. Tal vez seamos el último de los países de Occidente en incorporar a su Historia la memoria de unos acontecimientos terribles. Entre tanto, hemos tenido los años más democráticos y libres de la historia contemporánea de España.