Miles de libros han intentando explicar qué fue el franquismo. Decenas de películas y documentales se han esforzado en desentrañar aquellos acontecimientos. Leyes de Memoria histórica, debates sobre la Transición, minusvaloración de aquellos logros. Podemos coincidir en que fue el último pronunciamiento militar del siglo XIX, perpetrado en el siglo XX. Pero los números, en sus saltos temporales, resultan insuficientes para explicar más de lo que es posible en este artículo. Ha tenido que ser un general jubilado, ya en el siglo XXI, en medio de una pandemia voraz, quien ha definido de forma brutal en qué consistió aquel fenómeno. Consistió en no tener más remedio que fusilar a quien ellos consideraban hijos de puta. El franquismo fue eso, no otra cosa. El recurso resultó tan traumático que la población permaneció aterrada durante años ante la perspectiva de ser considerado hijo de puta. Liquidable, en consecuencia.
¿Cuánto tarda una Nación en superar un colapso como aquel? No existen manuales de instrucción para superar dictaduras. Aunque seguramente sea el tiempo que está necesitando España para tomar la distancia suficiente con la que poder construir instituciones sólidas y una democracia garantizada contra aventureros populistas, del signo que sean, y contra tentaciones militaristas. Para superar ese pasado aciago, generaciones distintas, que habían vivido la posguerra y sentido de cerca las cicatrices de la guerra, creyeron que había que dejar atrás siglos de Historia torturada. El objetivo era imponerse al pasado, construir el futuro que se nos escapaba, con una democracia plural y europea. Pero el proyecto, según parece, pasó por encima de muchos sin convencerles de que era el método civilizado para garantizar la convivencia sin tener que eliminar a nadie. Paradójicamente, muchos de quienes aún no habían nacido en esos años miran hacia atrás. Unos con la nostalgia de una republica idealizada y otros con una soñada dictadura que se asentó sobre la eliminación de cuantos se consideraron hijos de puta. Y así, con un persistencia sin causa, volvemos a un pasado que se resiste a desaparecer.
El gobierno de coalición en poco tiempo, apenas un año, ha vivido dos momentos cumbres. El mes de junio, cuando el presidente del gobierno iba a solicitar la última prórroga del Estado de Alarma para continuar controlando la pandemia y, seis meses después, en estos días de debate de unos Presupuestos Generales del Estado, que puedan hacer frente a los efectos de la epidemia y a los flecos de la Recesión del 2008. Dos instantes tensos de un gobierno corto. En junio se alentaron rumores y se expandieron mensajes en redes. Lo que quería el gobierno, en la versión golpista de los hechos, no era controlar la pandemia, sino cambiar el sistema político. Quería suprimir, susurraban, la libertad de los españoles. En el colmo del delirio conspiranoico las mascarillas protectoras se convirtieron en opresoras para quienes la democracia es un estorbo. La libertad, en su discurso, solo podría recuperarse con una intervención militar que propiciara un gobierno de concentración de salvación nacional. Fue la primera operación de tanteo, tras las cenizas cómicas del golpe de Tejero. Pero vendrían otras, porque siempre habrá quienes prefieran certezas autoritarias a incertidumbres democráticas.
La segunda ha surgido ahora. Y lo hace a las puertas del año 2021 con los restos jubilados de un militarismo decimonónico. Cuándo se está a punto de aprobar unos Presupuestos Generales, tras dos años de Presupuestos sobrepasados por las circunstancias. Qué más da. Nada importa a quienes firman documentos o incitan al golpismo. Que ambos intentos se produzcan en momentos trascendentales del gobierno no es casual ni lo último que sucederá. ¿Serán tales comportamientos incitados por un partido neofranquista?