¿Recuerda el lector el espectáculo absurdo – llamarlo surrealista significaría hacer alguna concesión a la racionalidad – de los presidentes de las Comunidades Autónomas compitiendo con el Gobierno de la Nación en los primeros meses de la pandemia para conseguir cargamentos con mascarillas o aviones con aparatos de intubación ante la carencia de estos productos? ¿Recuerdan aquellos momentos? ¿Fueron movimientos populistas, campañas electorales o la creencia estúpida de que cada territorio, por su cuenta, podía solucionar los problemas de una epidemia mundial? ¿Lo recuerdan? ¿Lo recordarán ellos? Fuera cual fuera la motivación de cada uno, lo que no tenemos que olvidar, para no repetirlo, son los comportamientos frívolos ante los riesgos futuros. Porque lo de los riesgos sanitarios o climáticos cada vez van más en serio.
Escribo este texto el tercer domingo de agosto, final, según se anuncia, de la última oleada de calor que empezó el miércoles y nos ha mantenido con temperaturas entre 40 y 46 grados. La noticia ha copado todos los informativos con sus sucesiones de catástrofes, entrevistas insulsas y discursos apocalípticos. Desde mi casa apenas se puede ver el perfil de la ciudad. El gris de la calima difumina el horizonte. Solo que esta niebla, a diferencia de las nieblas de invierno, se forma con arena del desierto y calor de fuego. El último Informe de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, que se ha publicado en estos días, nos indica que los impactos que se están produciendo en diferentes lugares del mundo se deben a ese cambio que muchos niegan y del que otros pasan. Canadá, California, China, Europa, el Mediterráneo han ardido sin tregua o han sufrido lluvias catastróficas. Con la pandemia y con el fuego, el viento y el agua incontrolables, estos fenómenos han desnudado las economías y los sistemas productivos de los países. Hemos entrevisto descarnadamente los desequilibrios que existen entre unas naciones y otras. Los desastres, naturales o sanitarios, los resisten mejor quienes disponen de sistemas productivos basados en el sector primario que los países con economías basadas en sectores terciarios. En España es tan evidente la dependencia que la economía tiene de los servicios que una y otra vez se han abiertos los mercados de la restauración y del turismo, a pesar de los riesgos de que la pandemia se mantenga activa. ¿Se imaginan Toledo, o cualquier otra ciudad del Centro, del Sur o del Mediterráneo de la Península en el futuro con temperaturas continuadas como las de estos días o con fríos persistentes como los de Filomena? ¿Qué turistas se atreverán a salir a la calle? Habrá que corregir los sistemas productivos obsoletos o con escasos márgenes de resistencia si queremos sobrevivir. Es cierto que siempre se puede negar lo que vemos y comprobamos. Negar la realidad u olvidar son recursos baratos, pero ineficaces. El presidente del Gobierno de Grecia ha pedido perdón a sus ciudadanos. Estos le han respondido que prefieren planificación, anticipación, prevención y reconstrucción. Habrá que cambiar actitudes, cambiar las prioridades de los gobiernos, de diferentes ámbitos, y gastar más en medidas preventivas y restauradoras. Como se viene repitiendo, y nunca se termina de hacer, habrá que organizar economías basadas en otros modelos productivos y con recursos que anticipen y acoten los posibles efectos de catástrofes naturales o sanitarias. Sin embargo, nadie parece dispuesto a cambiar. El pasado condiciona con tanta fuerza el presente, que obviamos que el futuro arrecia y ni los gobiernos ni los ciudadanos creen que esto va en serio. El gris acero de la calima difumina la irresponsabilidades de todos.