Entre finales de febrero y comienzos de marzo de 1939, escribe Antony Beevor en su libro "La guerra civil española", cerca de medio millón de personas cruzaron la frontera francesa, tras el hundimiento de la República española. No eran los primeros refugiados del conflicto. Antes se habían producido distintas oleadas de refugiados. Otros 15.000 huyeron desde Levante a Túnez. En ambos casos fueron maltratados, abandonados en parajes desérticos y sin instalaciones básicas. Aquellas gentes habían dejado sus pueblos, sus casas, sus familias por miedo a quienes habían ganado la guerra. Hubo otros, privilegiados, que huyeron en barcos a Méjico, Chile, Venezuela o Rusia. Y unos pocos, más privilegiados aún, en aviones. Los periódicos de izquierdas de Francia denunciaron el trato inhumano dado a los refugiados españoles. Los periódicos de derechas presionaron al gobierno para que devolviera a los indeseables españoles. Action Française se preguntaba si Francia se había convertido en el "estercolero del mundo". Los refugiados confiaban en que su situación se solucionaría pronto con la ayuda internacional. También el gobierno había confiado en las potencias internacionales para sostener la República contra los golpistas. En ningún caso se produjo la ayuda internacional. Muchos de quienes colaboraron en la Transición democrática española nacieron por aquellos años, escuchando estas historias.
En la ayuda internacional confían quienes se agolpan en el aeropuerto de Kabul o en otras fronteras no tan mediáticas (Pakistán, Irán), huyendo de los talibanes en Afganistán. Los cálculos son de medio millón de personas. Otros se esconden a la espera de esa ayuda externa que probablemente no llegará. En España quienes no pudieron o quisieron huir fueron encarcelados o terminaron asesinados. Algo similar ocurrirá en Afganistán. Las noches serán un sinvivir. Es desgarrador leer cómo las mujeres gritan que no las pueden abandonar las naciones mientras las fuerzas internacionales salen del país atropelladamente. Hace tiempo, tal vez siglos, que la solidaridad internacional no deja de ser una declaración retórica. Si existió una guerra moderna romántica, esa fue la de España y no sirvió para provocar la ayuda internacional. "A partir de ahora, esto es cosas de ustedes, los españoles", dijo un general ruso cuando abandonaba España. Se parece a lo que han dicho los norteamericanos a los afganos. Por eso, cuando España ha apostado por la solidaridad internacional – Úrsula von der Leyen ha dicho que España es un ejemplo del alma de Europa – debemos sentirnos satisfechos por lo que se está haciendo y doloridos, muy doloridos, por cuanto no se hará. Los países crecen con comportamientos ejemplares en momentos trágicos. Lo inicuamente incomprensible es que se abandonara al pueblo sirio ante un dictador hereditario y los equilibrios sicopáticos de algunas potencias internacionales.
Los afganos llegarán a lugares extraños, con idiomas que no conocen y costumbres que ignoran. En la Grecia clásica se prefería la muerte a la amargura del exilio. Tendrán que aprender a vivir en lugares nuevos. Y piensas: no lo van a tener fácil. Cuando pasen las sorpresas del momento, en la esquina les espera la realidad cruda. Experimentarán los desgarros sociales, emocionales y personales del extranjero. Como los exiliados de todos los lugares odiarán a su país, pero no dejarán de pensar y hablar de él. Se apoderará de ellos una melancolía pegajosa de la que no se desprenderán aunque se empeñen. Imposible prescindir de las bases emocionales con las que crecieron. Evocarán las maneras en que han sido traicionados y vendidos; enumerarán la corrupción de los bandos y se lamentarán por sus errores en su lugar de origen. Y si alguna vez vuelven a su país, sí es que vuelven, tras años de no pertenecer a ninguna parte, descubrirán un territorio que ni conocen ni les reconoce. Todo esto ya lo vivieron los exiliados españoles.