He pasado agosto atrapado entre los sucesos de Afganistán y la Justicia española. En Afganistán me he visto enganchado a las angustias de gentes anónimas. He compartido los terrores de quienes se agolpaban en las entradas del aeropuerto de Kabul o en otras fronteras que no enfocaban las cámaras ni las noticias de agencias. Hace veinte años Estados Unidos y los países de la OTAN entraron en Afganistán. Prometían erradicar el terrorismo y construir una nación según los modos occidentales. Ninguno de los objetivos se ha logrado. En cambio hemos asistido a la salida atropellada de los aliados de la OTAN, entre ellos España, que ha actuado de manera ejemplar, según reconocimientos europeos. Las vidas de personas desconocidas se han hundido. Con ellos he experimentado la impotencia de quienes lo pierden todo y he sentido su desesperación y su rabia.
El otro es un caos domestico que viene de lejos. La Justicia española es el único poder del Estado que no ha sido reformado en los años de la democracia. Ni un cambio en el acceso a la carrera, ni un cambio en el desarrollo posterior, ni un proceso mínimo de democratización profesional. En el mes de agosto llegaba la noticia del Comité de Derechos Humanos de la ONU calificando de “arbitraria e imprevisible” la condena al juez Garzón en el lejano 2012. El Comité cuestiona que tuviera acceso a un tribunal independiente y parcial por intervenir en acontecimientos relacionados con la “relación simbiótica entre la trama Gürtel y el PP”, según lo calificó la policía. Otro juez, a finales de este julio reciente, emitía una sentencia por la que dinamitaba una segunda trama derivada de la Gürtel, esta más corrupta y grave por la implicación de funcionarios del Estado. Se le llamó operación Kitchen, y fue organizada por el Ministerio del Interior policías del departamento para salvar a implicados del PP en la mencionada trama. El proceso de Kitchen continuará y uno de los imputados, el ministro Fernández Díaz, la ha dicho al juez: compañero has “cerrado en falso” el caso, al desimputar a los inductores de la corrupción, el Sr. Rajoy y Sra. Cospedal. Por un suceso de espionaje menos grave, Nixon dimitió. Aquí los jueces y sus sentencias extrañas evitan esas prácticas democráticas.
Trump, presidente de los Estado Unidos, maniobró cuanto pudo para colocar jueces conservadores en la Corte Suprema. Nos pareció que eran formas de poder autoritaria. Pero hicimos como si aquí eso no fuera posible. Aún hoy mantenemos la ficción de la imparcialidad de la justicia, aunque se produzcan sentencias y comportamientos judiciales que indican lo contrario. Hay que agradecer la espontaneidad del Sr. Rafael Arias Salgado al reconocer lo que hemos sabido siempre, pero callamos deliberadamente: que la mayoría de los jueces del país son conservadores. En nada representativos del espectro plural de la sociedad española. La actitud del Sr. Casado, por la que bloquea sistemáticamente la renovación de órganos constitucionales claves, supera al desparpajo autoritario de Trump. “Abandonen toda esperanza”, ha dicho emulando el aviso a las puertas del infierno de Dante. Que sean los jueces, repite, abrumadoramente conservadores, quienes elijan la mayoría en el órgano de gobierno de los jueces. El resto vendrá por añadidura. Se desequilibrarán más aún las balanzas esenciales de la justicia ciega. Y a tanto desequilibrio, sin ningún rebozo, lo llaman ellos, y el resto lo admitimos, independencia del poder judicial. Hay que desprenderse de las mascaras de la corrección política y afirmar abiertamente que la ficción suprema que es la Justicia solo puede equilibrarse con procedimientos democráticos y no con elecciones corporativas que generan actitudes endogámicas y usos partidarios contra la democracia.