No suele ser el fútbol un deporte para extraer lecciones de ejemplaridad. Durante la dictadura sirvió para la huida de una época de angustias y miserias. En la democracia se transformó en un mercado persa. Negocios, comisiones, trapicheos, egos desbordados, desaprensivos, oportunistas, etc. Sobre este deporte se han abatido las plagas del peor capitalismo, del más salvaje neoliberalismo o el capricho de las autocracias. Chapapote, mucho chapapote. Ha sido, y será, empleado como droga inhibidora del malestar que producen las sociedades modernas o como refugio de las frustraciones de gentes que no encuentran sentido a su vida. Se ha comparado al fútbol con los poderes anestesiantes del Circo Romano. Y, sin embargo, es un deporte que contiene, en su ecosistema reducido, todas las complejidades de las sociedades modernas.
Once hombres o mujeres se confrontan entre ellos para lograr el éxito. Quien ha practicado este deporte, aunque sea como aficionado, sabe de la solidaridad colectiva que generan los juegos de equipo. Los lazos electrizantes que se establecen entre sus miembros. Pueden hundirse cuando las cosas no funcionan o experimentar una sensación de euforia imposible de contener. Once personas aplican sus capacidades físicas y mentales para vencer al contrario.
Sin olvidar que los equipos son el resultado de proyectos planificados a corto, medio y largo plazo. Se diseñan las temporadas, las competiciones, las tácticas, las estrategias; se controla el consumo de energías para llegar a los momentos culminantes en las mejores condiciones. Hay que evitar las fatigas psicológicas, el estrés de la responsabilidad, la hiperprofesionalización indiferente. Los hombres y mujeres que integran un equipo comprueban cómo las cualidades de cada individuo actúan sobre el conjunto: lo mejoran o lo entorpecen.
Messi, Cristiano Ronaldo, Benzema o cualquier otro, por muy buenas cualidades que tengan, no sobresaldrían sin la colaboración, esfuerzo y anonimato del resto de compañeros. Cuanto más solidarios se muestren entre ellos, más impactantes serán las victorias.
En los últimos días las “hazañas” recientes del Real Madrid han sido tema de conversación en ambientes abrumados por malas experiencias: pandemia, crisis energética, guerra cercana, inflación desbordada. Las proezas deportivas sirven para identificarse con héroes ajenos a nosotros, pero iguales que nosotros. El equipo ha repetido varias actuaciones que, tal vez sin pretenderlo, hablan del valor de la resistencia colectiva y de la colaboración mutua.
En condiciones agónicas, el esfuerzo del conjunto supera al adversario. Trasmite mensajes humanistas: unidos se puede hacer frente a las dificultades con más probabilidades de éxito. El resultado no es producto de la magia o del milagro, sino de la voluntad unánime del conjunto. La magia o el milagro hablan de algo externo, una intervención oculta y caprichosa que tuerce el rumbo de los acontecimientos. Los dioses del Olimpo en Grecia, Merlín en las sagas artúricas, Dios entre los cristianos, Alá entre los musulmanes, Gandalf, del Señor de los Anillos, o la Fuerza, en las Guerras de las Galaxias. En esos discursos, por muy atractivos que puedan sonar, se prescinde del valor del equipo. Al límite, se sacan fuerzas de donde no hay para ganar. Así que ni milagros, ni magia, ni azar, ni Palas Atenea en la guerra de Troya.
Las alusiones mitológicas tal vez valgan para forjar leyendas, pero más atractivo que las leyendas es el valor humano y social. Sabemos que se prefiere agitar las emociones antes que las razones. Parece más moderno recurrir a la magia o a los dioses, entes abstractos incontrolables, en lugar de reseñar los comportamientos colectivos de un conjunto de individualidades. Y, sin embargo, resultaría más rentable social, y hasta económicamente, entender los juegos de equipos como el paradigma de lo que se puede conseguir cuando los individuos se unen en un proyecto común.