España ha mantenido durante todo el siglo XX y lo que va del XXI una relación de conflicto con Cataluña. No ha habido gobierno que no se haya encontrado con algún conflicto, de mayor o menor intensidad. El último, y más cercano, en el año 2017, cuando se puso en marcha un denominado "procés" que iniciaba acciones encaminadas a la independencia. Fueron días turbios. El Gobierno de España, presidido por el Sr. Rajoy, apoyado por el PSOE, decidió aplicar el punitivo artículo 155 de la Constitución por el que quedaba en suspenso la autonomía de las instituciones catalanas. Algunos de quienes habían participado fueron encausados, otros huyeron a algún país europeo. El más conocido, el Sr. Puigdemont. Para la reflexión cabe apuntar que todo intento para que la justicia europea entregara España al prófugo resultó improductivo. Nadie ha explicado esta imposibilidad. Incluso el citado señor se presentó a las elecciones europeas y resultó elegido eurodiputado. También a considerar. Así que desde aquel año de 2017 existe una tensión entre Cataluña y España aún sin resolver. El Sr. Rajoy decidió trasladar el problema a la justicia. No era una cuestión política, sino un asunto del Derecho. Desde entonces han transcurrido los años, elecciones diversas, distintos gobiernos, sin que los asuntos pendientes en Cataluña se hayan solucionado.
A partir de los resultados de las últimas elecciones de 2023, el gobierno de izquierdas ha explorado distintas soluciones, entre ellas la aprobación en el Parlamento de la Nación de una ley de amnistía como fórmula para hacer frente al conflicto y normalizar las relaciones entre ambas partes. La amnistía es una figura que no aparece en la Constitución de 1978. No existen formulas taxativas y sobre el proyecto de ley pueden expresarse diversas opiniones sobre la constitucionalidad o no de la fórmula elegida, tan válidas las de unos como las de otros, las de los ciudadanos anónimos como la de los más distinguidos. Como cualquier ley está sometida al control de constitucionalidad.
Los sistemas democráticos se comprometen por un pacto cívico mediante el que se considera imprescindible que exista un tribunal independiente que establezca los límites de la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las leyes. Pero para que el tribunal actúe, primero debe ser aprobada la ley que se cuestiona. Lo que ha sucedido en España es que antes, incluso de que se conociera el texto de la ley futura, se produjeron cataratas de opiniones en contra, entre ellas la del partido de la oposición, elementos representativos de la justicia y otras derechas variadas. Provinieran de donde provinieran, se emitían opiniones que entraban en el territorio de la política, donde la divergencia encuentra su ámbito natural de expresión. La derecha española del siglo XXI, siguiendo a la derecha más tradicional, se está oponiendo con todas sus habilidades a la aprobación de esta ley. Por razones electorales a la derecha española le beneficia el conflicto permanente con Cataluña o con el País Vasco. A la izquierda española, en cambio, el conflicto en ambos territorios le perjudica e históricamente ha sido partidaria de encontrar salidas a los conflictos que surgían. Y eso es lo que ha planteado el presidente del actual gobierno, Sr. Sánchez, para cerrar un conflicto que entorpece la convivencia (reconciliación, dice el PP) en España. Decidir sobre la constitucionalidad o no de la ley, una vez aprobada en las Cámaras, le corresponderá al Tribunal Constitucional. Entre tanto a la derecha le interesa que no se apruebe la ley y dilatar así un enfrentamiento permanente con el gobierno. La constitucionalidad o no de la ley es lo de menos. Lo que interesa es emplear el conflicto como ariete percutor contra el gobierno. ¿Proponen algo? De momento, un giro en el discurso. ¡Sorpresa!