España es un país de territorios agraviados. El agravio es un recurso de gran potencial emocional y de una enorme flexibilidad. Una bomba que puede cambiar regímenes y destruir individuos. El agravio habita entre nosotros desde los inicios de la humanidad. Lean la historia de Abel y Caín. Agravio se relaciona con víctima, con indefensión, con la impotencia que se siente ante cualquier clase de injusticia, real, simulada o inventada, personal o colectiva. ¿Quién no se ha sentido agredido y víctima en más de una ocasión? ¿Quién no ha soñado con ser David contra Goliat, el débil contra el fuerte, el pobre contra el rico, el rico contra el pobre y así sucesivamente? Qué el agravio, como el victimismo, sean en gran parte sensaciones subjetivas y asunto de intereses de dirigentes políticos es lo de menos, ese campo quedaría para la sicología y la siquiatría y este texto no va a entrar en una especialidad que cultivan los aficionados a descifrar personalidades ajenas.
Por tradición, una ilusión de lo permanente, que dice Woody Allen, el gran causante de los agravios será el gobierno de la nación, una emoción que cultivaron especialmente catalanes y vascos en tiempos de la dictadura y que sería trasplantado al resto de territorios cuando la Constitución de 1978 reguló en el título VIII el Estado descentralizado actual. Este título sería equivalente al "Acta Fundacional" de los territorios agraviados. Disponemos de 17 territorios agraviados, tantos como comunidades, regiones o nacionalidades. Y si hubiera más, más serían, porque el agravio es un chicle de uso universal. Algunos lo emplean como instrumento de desgaste político del adversario, otros para su promoción personal. En paralelo surge el "Agravio Interterritorial". En la península ibérica los territorios que no son vascos ni catalanes – dotados de una suficiencia histórica que los demás no han empleado, de momento - se cultivan con singular interés los agravios, imaginarios o reales, que ambos causan a los demás territorios. En los territorios que, a partir de Madrid, se extienden hacia el Sur, Este y Oeste, las comunidades del "macizo del nacionalcatolico" hacen gala de un anticatalanismo o antivasquismo militante. Un Estatuto territorial -un desarrollo legislativo del "Acta fundacional"- puede estar dotado de poderes taumatúrgicos contradictorios. En unos servirá como un pasaporte para romper la unidad de España y en otros para asegurar la unidad de la nación. No sé.
Los territorios agitan especialmente sus agravios cuando toca hablar de dinero y su reparto, que es casi siempre. Todos quieren más, permanentemente más. Cada uno los denomina de una manera, pero en todos los casos siempre es lo mismo: más recursos y, suelen apostillar, mejor retribuidos. Una expresión que nadie llega a explicar con lo que la ecuación de la distribución optima nunca se llegue a alcanzar. Lo cual no es obstáculo para que unos y otros prometan, y en algunos territorios acometan, bajadas de impuestos que suelen beneficiar a los más pudientes. Olvidan que los impuestos son uno de los instrumentos más potentes para reducir desigualdades y no, por ejemplo, negar una ley de amnistía. Hasta tanto no se disponga de un modelo de financiación regulado, revisable periódicamente, transparente, donde los esfuerzos contributivos de los ciudadanos se premien además de otros factores, que garantice la suficiencia de los territorios, cada uno agitará los agravios cuando le convenga. Mientras, los ciudadanos contemplan, quiero imaginar que sorprendidos, la incapacidad para llegar a acuerdos en un principio básico de solidaridad interterritorial: el reparto de inmigrantes -personas- que se acumulan de forma inhumana en las islas Canarias.