El problema raíz de las sociedades, desde las antiguas a las modernas, ha sido y será la animadversión al pensamiento o modus vivendi ajeno. En ocasiones, justificada o injustificadamente, las personas tienden a reaccionar bajo la doctrina del odio cuando sus criterios e intereses personalistas corren el riesgo de ser, tan solo, cuestionados.
Esto evidencia la decadencia como civilización, así se ha demostrado en tiempos remotos y hasta la fecha. No muestra ser un beneficioso recurso para la convivencia los intensos sentimientos de rechazo hacia algo o alguien; es decir, el odiar por odiar.
Desde el punto de vista médico, el odio tiene una fuerte causa patológica. Esto lleva a pensar que los individuos, amparados en este tipo de sentimientos contraproducentes al pensar, sentir y vivir de los otros, despuntan una insana naturaleza emocional y a ser atendida debidamente por profesionales. En este sentido, la psicología y las terapias son un excelente recurso para esta conducta nada salubre y, por supuesto, humanamente inapropiada.
No obstante, tampoco se puede obviar que la educación, probablemente inculcada en tiempos de infancia, es la base que forja este carácter de insatisfacción al prójimo para, finalmente, madurarla en el conflicto y la agresividad en la que está sumido el planeta.
Odiar es querer, pero querer lo que conviene en particular, no lo que disfruta o concibe el otro. Desde luego que no es sano vivir en una sociedad donde todo se rechaza, incluso lo que no se conoce salvo por titulares, interpretaciones o etiquetas establecidas.
Es indudable que nadie está obligado a aceptar lo inaceptable y lo que, sin lugar a dudas, perjudica la integridad o el desenvolvimiento digno de los individuos, pero aún así esto no justifica replicar con la medida del odio. Es imposible apagar el fuego echando más leña al asador.
La ética sustenta un importante fundamento para la educación, tanto en las instituciones destinadas a este fin como en la gestión educativa ejercitada en los hogares.
Se puede modificar a la sociedad en este aspecto si se fomenta el entendimiento al sentir y pensar ajeno, si se ofrecen los valores básicos de convivencia y que, de paso, se han marginado ahora más que nunca.
Cada persona tiene el derecho a ser, pensar, sentir, expresarse y actuar con libertad, obviando que esto no vaya en perjuicio ni detrimento de nadie pero, sobre todo, para cumplir justamente con la conducta contraria a lo que dijera el dramaturgo español Jacinto Benavente: «Más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor».
Es necesario cambiar el enfoque para vivir mejor. Erradicar el odio a las diferencias, abordar métodos de aprendizaje que inspiren a la empatía y reestructurar los sistemas educativos si cabe. Tal vez aprender a amar signifique una tarea ardua, pero el respeto a los congéneres y demás formas de vida, promete ser una labor a enseñarse en casa y a pautarse en las instituciones correspondientes si se plantean con premura y seriamente.