El matrimonio político Sánchez-Iglesias atraviesa por sus peores momentos. Las tareas delicadas de cada día: monarquía, temas de igualdad... empiezan a comprometer la imagen y aquí sí se separan las faenas; por un lado, el presidente se ve obligado a ejercer de tal y a hacer lo necesario para sacar adelante un país aunque haya que aparcar ciertas ideas cuya defensa a ultranza denotan firmeza de principios pero que no resuelven sus problemas y que demostrarían su incapacidad de gobierno; por otro, Iglesias aprovecha su posición en la retaguardia, que le resta protagonismo en los aciertos pero también en los fracasos. Podríamos decir que comienza el desgaste de la sociedad encabezada por un presidente que, no obstante, se caracteriza por una conciencia maleable a la hora de comprar amigos lo que no lo convierte ciertamente en un ejemplo de integridad moral pero sí en experto conocedor de las triquiñuelas para resurgir de sus cenizas, de ahí que Iglesias debería mirar por dónde pisa.
De la capacidad de aguante a los desprecios públicos dependerá el futuro de esta sociedad viciada que padece ya los problemas que destruyen cualquier relación: desconfianza, falta de apoyo, objetivos parecidos pero diferente forma de conseguirlos. Hasta ahora a ambos les resultaban agradables las caricias por que se veían como muestras de cariño en sociedad, pero ahora empieza a verse como magreo en todos lados y ya es hora de velar por la reputación personal y de partido.