Don Braulio y el amor a España
Leo con atención la carta que Monseñor Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo, primado de España, dirigía el pasado domingo a los fieles, en la que reflexionaba sobre el amor a la patria y su conexión con la doctrina de la Iglesia expresada en el Catecismo. Se preguntaba don Braulio (me van a permitir no apearme del tratamiento educado de mis años en la COPE) en su misiva si “de verdad sentimos en nuestro tiempo que tenemos deberes para con la patria”. Cree el prelado que los ciudadanos españoles responden a esa pregunta afirmativamente, pero que lo hacen de un modo “pragmático y a impulsos”, se trata de un amor “atenuado”, afirma. Y concluye, tras constatar que se expresa con menos prejuicios cuando uno viaja al extranjero, que al final el objetivo debe ser el de trabajar por el bien común centrándonos en lo que nos une y no tanto en lo que nos diferencia.
La reflexión del arzobispo tiene todo el sentido del mundo y es, además, pertinente. La sentimentalización del proceso independentista catalán, promovida por el nacionalismo romántico, utópico y peligroso que pregonan Puigdemont y Junqueras con el dinero del FLA que Montoro nos saca del bolsillo, ha hecho que sea muy difícil contrarrestar el relato. Es decir, alegar que la base de la reivindicación histórica del nacionalismo es falsa no convence a los ya convencidos; responder con la ley a quien con gusto se la salta no les ablandará el corazón, que es el músculo con el que levantan el bastón de mando, encienden la TV3 y adoctrinan a los niños en las escuelas públicas. La inteligencia es la más potente de las herramientas del hombre, pero también la más sutil. Convencer a un pueblo aleccionado en el odio es ciertamente complicado cuando se pretende hacer desde la serena racionalidad, pero hay que hacerlo, porque, como dice el arzobispo, “el amor desordenado y soberbio a la ‘nación’ se apoya con frecuencia en una proyección ficticia de la vida y la historia de esa nación”. Y la verdad nos hará libres.
Cuando Junqueras alega su condición de católico para justificar su desapego de la violencia dice verdad y mentira a la vez, es decir, miente. Claro que el mensaje de Jesucristo, como recuerda el arzobispo, es el del amor universal al hombre, pero no ama al hombre quien permite el adoctrinamiento a los niños, quien fomenta la diferencia por cuestiones genéticas (Junqueras dijo hace unos años que el ADN catalán se asemeja más al de los franceses que al de los españoles), quien alienta la sublevación ciudadana ante la ley a sabiendas. El propio catecismo que cita don Braulio expresa que “deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad”.
Lo fundamental de ser español, como lo es de ser de cualquier nación civilizada, es que esta sea un instrumento para garantizar la igualdad de todos los ciudadanos. El auténtico derecho histórico de todo hombre es la igualdad de oportunidades y de derechos. Que cada uno ame a España como quiera, pero que España quiera a cada uno por igual, y que lo haga desde la frialdad de la ley y de la justicia. Dejemos los afectos para otros ámbitos y peleemos por la defensa del bien común, que es la verdadera tarea de los gobernantes desde que Roma se inventó el Derecho. La tarea suprema, por cierto, que persiguió ese Hombre en el que creemos don Braulio, Junqueras y quien esto firma.