Se va José María Barreda. Y bien merece una despedida. Cuando en la primavera de hace ya ocho años dejé la dirección regional de informativos de Cope, el entonces presidente y candidato a las inminentes elecciones autonómicas de mayo acudió a una entrevista en la emisora. Y, al finalizarla, quiso mandarme un mensaje personal de agradecimiento por la labor realizada. Le agradecí el gesto, aunque todo periodista adulado por un político siente cierto pudor y rechazo. Por aquel entonces, Barreda era el líder absoluto del socialismo castellano-manchego y tanto él como su entorno daban por hecha la reelección al frente de la Junta. Aquel gesto que tuvo conmigo define bastante bien a la persona. Barreda es un señor amable, correcto, introvertido, que ha sido general cuando todo parecía indicar que se quedaría en cabo.
Y es que la llegada de Barreda al liderazgo del PSOE regional se asemeja bastante al dedazo con el que Aznar puso a Rajoy al frente del PP. No era su consejero más sonado, ni el más adulador, ni el más popular. Pero Bono, que lo era todo en aquel tiempo de política artesana, puso a Barreda para seguir mandando, con la esperanza de que su talante moderado y tranquilo fuera también garantía de docilidad. Bono se fue a Madrid a pelear por portadas más jugosas, pero nunca quiso dejar de mandar en Castilla-La Mancha. Sin embargo, Barreda supo marcar distancias, congelar lazos y confeccionar un partido a su medida. Su legislatura completa, sin embargo, fue la de la crisis que no supo ver, aderezada por el escándalo CCM que no quiso ver y coronada por el traumático cierre del Aeropuerto de Ciudad Real, que era su gran proyecto, en el que se implicó hasta los mismos límites de la ley y la moral. Barreda llegó a hacer un presupuesto de 9.600 millones de euros en plena crisis económica, con una previsión de ingresos absolutamente estrafalaria y unas promesas de gasto imposibles de realizar. O no tanto, porque las facturas empezaron a acumularse en los cajones. Hasta tal extremo llegó la cosa que el propio Gobierno nacional del PSOE prohibió endeudarse a la Junta. Así que, entre las sombras de su biografía política, acaso ninguna tan elocuente como la deficiente gestión económica del presupuesto público.
Y entre los soles, además del talante personal, sería absurdo negarle a Barreda la intención al menos de evitar los ademanes populistas de su predecesor. Heredó un partido con aspiración de partido único, acostumbrado a mandar absolutamente, y Barreda trató de profesionalizar la toma de decisiones, delegar y gestionar el día a día de la Junta como lo que realmente es: una administración pública colegiada y no una herramienta de lucimiento personal.
Pero, ¡ay!, la coherencia le jugó una mala pasada. En la campaña de las elecciones de 2011 dijo que si no conseguía revalidar el cargo abandonaría la política. Me volveré a la universidad, afirmó en varias ocasiones. Cospedal llegó y Barreda no se fue, sino que se aparcó en el Congreso de los Diputados, donde ha ejercido la oposición interna como ha podido. Si hubiera correspondido a su palabra y se hubiera reintegrado a su trabajo universitario en 2011, hoy no tendría que salir por la puerta de atrás. Hoy no miraría con amargura su destino. Hoy no habría tantas sombras en su biografía política.