Las No Ferias del 20 quedarán como un recuerdo amargo en la boca, un olor a azufre en el cielo del paladar, un regusto a acíbar en el velo del tiempo. Quedarán en la memoria como aquellas fotografías con mascarillas del 18 en la gripe española. Nuestros hijos le contarán a sus hijos aquel año que no salieron a la calle, que no abrazaron a sus amigos, que no fueron a la feria, que quisieron volver al cole. Es muy tremendo todo, para arrugar el corazón como una pasa y meterlo en formol, para helar la sangre si lo pensamos con distancia, para cerrar los párpados y dejarse llevar por la marea. Pero es lo que hay y lo que la vida nos deparó.
Ni el más avezado guionista de series hubiera escrito un argumento tan quebradizo y rocambolesco. Y, sin embargo, aquí estamos, en septiembre, como ante el purgatorio, llamando a las puertas del cielo de donde fuimos arrojados para que nos dejen volver a entrar. Inciertos, humildes, pensando a dónde llegará esto y por qué no el hombre lo hubo previsto con todos sus saberes. Sócrates vuelve a estar de moda y solo sabemos que no sabemos nada. Y continuamos en este rasca y gana donde no aparece nunca la solución y siempre el sigue jugando. Ahora llega la vuelta al cole y los padres nos miramos como las vacas al tren, sin saber qué hacer y cuál es la solución adecuada. Las autoridades dicen que fían, pero ya nos dijeron lo mismo en marzo y vino la ventisca. El juez de Granada con origen en Granátula como el Espartero, Emilio Calatayud, pide que los políticos firmen y den por escrito lo mismo que dicen. “Porque aquí la gente se muere”, argumenta.
Este otoño apocalíptico de sarmientos ciegos trae hasta una vendimia extraña, como si la Covid lo último que quisiera tumbar fuese la viticultura, aquello que nos hizo grandes y civilizados. Donde no hay vino, no hay cultura. Hay que fiarse poco de quien no entienda esta máxima. Y las luces que el vino proporciona serán pocas para las sombras que habita el tiempo. Baudelaire batiría las alas de su albatros sobre estas flores del mal que brotan en septiembre. Pero hay que tener fe y esperanza, que como dice Javier López Galiacho, es una de las palabras más hermosas del castellano. Etimológicamente, hace mención a la espera y los judíos la religan con la cuerda que une a Dios. Sea como fuere, hay que agarrarse a lo más íntimo, lo más hondo y profundo de nuestro ser para sacarlo a la luz y anden los nuestros. Llámese Dios, hijos, hombre, inteligencia, carnaval. Cuídese cada cual de abrazarse a lo que más ama, porque como decía Adriano en las primeras pandemias de la Historia contadas, que al menos te pille rodeado de quienes amas y te aman.
El otro día en la radio hicimos un especial de No Ferias y los oyentes llamaban y escribían conmovidos. La vida es un relato de salida hasta el punto indeterminado en que te das la vuelta y buscas la infancia, lo verdadero. Qué les quedará a nuestros hijos de la Covid. Creo, en las luces que da la esperanza, que un sentimiento de responsabilidad mayor e impropio y un respeto por sus mayores, esos que nuestra generación olvidó y arrinconó. Las No Ferias arrancan con los cangilones de la noria golpeando los talones de la muerte.