Leo en un periódico gratuito de la Comunidad de Madrid un editorial

titulado “Los cojones de Ayuso”. La comparan a medio camino entre Juana de

Arco y Agustina de Aragón. Asisto con perplejidad cómo las redes sociales se

han llenado de periodistas soldados a los que no les interesa en absoluto la

verdad, sino la batalla de la propaganda en la que vive subsumida la política. El

coronavirus ha desnudado las vergüenzas de la sociedad opulenta en la que

nadábamos. Ha dejado a la altura del betún a la clase política, pero qué decir

de la periodística. No me reconozco en absoluto en esta concepción del

periodismo donde lo que importa ya no es tanto que la realidad te estropee un

titular, sino que ni siquiera la ideología preconcebida te estropee un titular.

Vamos a ser los periodistas mucho peor que los comunistas de carnet, que esos

ya sabían de sobra la importancia de la propaganda para ser usada como arma.

No hay más que observar a Pablo Iglesias cuando ha hablado sin cortapisas de

los medios. No son otra cosa que armas con las que apuntar. La concepción

totalitaria del poder, en una metáfora. Y lo peor de todo, es que muchos de los

periodistas que hoy pululan por redes se lo han tragado como un sable y solo

son la voz de su amo. Y encima se dicen progresistas, cuando la prensa, la

libertad de imprenta y opinión, si tiene algún sentido es el de ejercicio del

contrapoder, mande quien mande, sea derecha o izquierda. Me da enorme

pena, me produce abatimiento y hastío encender la tele y ver una serie de

periodistas contertulios que ya sé de sobra lo que van a decir sobre qué tipo

de asuntos antes de que abran la boca. Son el periodista soldado que siempre

abaten al mismo. Coño, que digo yo que si a mí hasta Pedro Sánchez hay días

que me parece estadista, no sucederá lo mismo en otros casos.

El ejercicio del periodismo como la voz de su amo y el servilismo más

oscuro dentro de la caverna de Platón se han revelado como la verdad de las

cosas en nuestro ámbito de la comunicación. Para que luego digan que eludimos

la autocrítica y pontificamos de todo, todos y los demás, menos de nosotros

mismos. La búsqueda de la verdad en el reino de las sombras y la opinión

interesada se ha revelado infructuosa. Los editores se achantan ante el

político en tiempos de crisis, pero deben entender que sin crítica ni verdad, no

hay periodismo, no hay ventas. Tengo escrito muchas veces que al periodista

es imposible pedirle objetividad o independencia. Todos dependemos de

alguien. Pero sí que es exigible la honestidad. La honestidad ante el lector o el oyente, hasta el punto de advertir incompatibilidades en el caso de que se

produjeran. Y, por supuesto, lealtad a los hechos, sinceridad, verdad. Historias

que ya no se cuentan por mor de la ideología, que todo lo sepulta aunque luego

la realidad se encargue de derruirla. Cuando yo me enamoré de esto y

escuchaba a mis mayores en la radio, jamás pensé que tomara esta deriva. La

multiplicación de soportes digitales no ha hecho más que intoxicar las cabezas.

Se busca un titular que infoxique, agrade al amo y a dormir la siesta. Cuando la

realidad se levanta a nuestra vista, es más tortuosa que nunca y nos llevará

por delante como al resto si no somos capaces de contarla como es. Nos

echamos las manos a la cabeza porque un periódico saca la morgue en portada

y no los balcones. Y luego queremos que la gente se conciencie. Debatimos

sobre si es ético o no es ético. ¡Coño, la morgue es la realidad y tendrá que ser

enseñada!

Este periodismo es hijo también de su generación, débil, cutre y

horrorizada con la muerte. Hemos tapado el dolor y la muerte de nuestro

revistero porque no es guapo ni bonito ni da dinero ni prestigio. Y mucho

menos, votos. Pero están ahí y habrá que mirarlos de frente para contarlo,

aunque moleste. Porque, entre otras cosas, la Historia está llena de libelos de

los que ya nadie recuerda el nombre.