La expresión “Fieles Difuntos” puede hacer mención a la condición cristiana de los muertos o la imposibilidad que ya tienen de revelar su fragilidad humana en forma de traición o infidelidad, quizá la verdadera esencia del vivo que no siempre se subraya. La vida es una contradicción en sí misma y suele llevar por el mismo cauce de su río a la negación del yo o de lo que alguna vez fuimos, con las consecuencias que para nosotros mismos y los demás tiene. La traición o infidelidad no necesariamente se basa en el poder o el resentimiento; basta con la pulsión misma de la vida que te pone en situaciones donde todo tu pasado se precipita por una cascada. De ahí que el destino jamás esté escrito. El hombre goza de libre albedrío por más que las dictaduras se lo quieran quitar. Lo que jamás imaginé es que esa pulsión de estar vivo que conduce a la contradicción se usara para todo lo contrario, amortajarse y embalsamarse en vida. Es lo que han hecho los diputados del Congreso que el otro día votaron contra su esencia; a saber, el control, vigilancia y fiscalización del Gobierno. Sellaron su sepultura con un manotazo helado cuyo golpe todavía resuena en las sienes de la moribunda democracia española. Como dijo Larra en 1836, el cementerio no está dentro sino fuera. Más concretamente, en la Carrera de San Jerónimo, donde sus señorías dejaron que el Faraón volara mientras ellas fenecían.
La culpa no es de Pedro Sánchez, que puede pedir seis o veinte meses de estado de alarma. La culpa es de quién lo concede, que deja manos libres a quien ha dado ya sobradas pruebas de que no es digno de confianza. Sánchez está haciendo con España lo mismo que hizo en el Psoe; lo que pasa es que el virus lo ha acelerado todo y pondrá al país con los brazos en alto más pronto que tarde en otro remedo de un primero de octubre. Le da igual ocho que ochenta. Defendió el mando único en primavera y como no le dio rédito, dejó a las autonomías solas en otoño. España lucha contra el virus a modo de cantón, como en la Primera República, sin saber cuántos muertos vienen de Murcia o Jaén. Las autonomías decretan por su cuenta mientras el César huye y establecen legaciones con homónimos, exactamente igual que en la Primera República. Falta saber quién será Pavía esta ocasión.
Solo Vox votó contra lo que ha sido la mayor dejación de funciones de la historia de nuestra democracia. Justo es decirlo, porque Ciudadanos y PP no sé dónde estaban mirando. Hasta Baldoví, que no es sospechoso de nada, dijo en la tribuna que era su deber demandar a Pedro Sánchez lo mismo que hubiera hecho con Rajoy. Y, sin embargo, votó a favor de la huida y la demolición. Hay diputados que hablan como Churchill, pero se comportan como Chamberlain, según recordó ayer Rosell en su brillante homilía de El Mundo.
Sus señorías seguirán cobrando el sueldo durante seis meses en los que han renunciado a hacer su trabajo, mientras España se desangra en una orgía de restricciones sin sentido. No salvaremos ni la salud ni la economía. Los gobernantes limitan para justificarse, pues ni los virólogos entienden nada. El virus ha puesto patas arriba el mundo y retrata a cada país tal cual es. Aquí, como es uso y costumbre, cunden el cainismo y el cesarismo. Desde las cortes franquistas que se hicieron el haraquiri no recordaba un estrépito semejante en el Congreso. En aquella ocasión, fue desde luego para traer la democracia. En esta, para sepultarla. Sánchez ni se dignó a mirarles la cara. En el pecado llevan la penitencia. De igual forma que entregará a Simón e Illa cuando los muertos no quepan más en el trastero. Que lo sepa su ministro y el de la moto. Larra dijo aquí yace la esperanza. Se voló la tapa de los sesos.