He terminado Quercus, el libro de Rafael Cabanillas Saldaña, en apenas cuatro días y he acabado como una de esas burras que aparecen en la raya del infinito, despanzurrada, abierta de patas, con las vísceras al sol y al viento. ¡Qué brutalidad, qué manera de contar las cosas, qué literatura redonda, acabada, magistral, de altos vuelos y letras capitulares! Quercus ha sido una reconciliación con la lectura, en lo que más de íntimo tiene, catártico, telúrico incluso. Comienza con la luz de otoño y acaba con ella, en la primavera invertida de la vida que son Abel, Lucía y don Casto, los protagonistas de esta historia.
Conocí a Rafael Cabanillas hace quince años, allá por el IV Centenario del Quijote, cuando llegó a la Dirección General de Turismo de la mano de José Manuel Díaz-Salazar. Era ya entonces un personaje curioso. Negro, curtido, afilado, de las mismas piedras de los montes que escribe. Lo veías en Fitur, menudo, resuelto y tan pronto se tiraba al suelo para arreglar un enchufe como se levantaba después para saludar y cumplimentar a las autoridades. Su época en Turismo fue fructífera, pero nunca jamás pensamos que llevara dentro una obra tan acabada como la que quince años después ha escrito.
Los Montes de Toledo ya tienen a su Cabanillas como Galicia tuvo a su Fernández Flórez o Torrente Ballester. Ha levantado Rafa un mundo cerrado, acabado, óntico, de principios y finales, de detalles, matices, luces y sombras. Un universo completo de la raíz del hombre, las cosas y la Naturaleza. La Naturaleza, esa que mueve el instinto y la esencia y de la que los clásicos enseguida se dieron cuenta. Las primeras líneas de la novela ya indican que estás ante otra cosa, algo distinto, no escrito, adivinado pero nunca entendido. La fuerza primitiva de la vida, las pasiones desatadas en los caminos de la Historia y el mundo atávico al que siempre estará sujeto el hombre. Eso es Quercus.
Lo mejor, su lenguaje, bellísimo, conmovedor, como el sonido de esos cucos que crees escuchar dentro de la cueva de Abel. Nombre bíblico en una España cainita, en la que el autor toma partido, pero eso es lo de menos. La historia es importante, sin duda, y el mensaje que el autor transmite, claro. Pero lo que jamás pensó Rafa al escribir la novela es que creaba un Macondo, una Comala, un Castroforte del Baralla. Esa es la grandeza de Quercus.
La evocación de Los Santos Inocentes es clara desde el principio. De hecho, el propio autor escribe sin puntos apartes en homenaje a Delibes. A mí me engarza más con Las Ratas, pero para el caso, es lo mismo. Por supuesto, reminiscencias truculentas del Pascual Duarte a cada paso del protagonista. Y, sobre todo, una manera de escribir, una forma de contar, una lírica honda y profunda que mece las líneas de principio a fin. Si Hernández hubiera escrito prosa, lo hubiera hecho así. Rafa tiene algo de Miguel, entre cabrero, autodidacta y madrugada. Unen los planetas en un siglo de Historia.
Lo más fascinante es conseguir con los cuatro elementos básicos de la Naturaleza un poema sinfónico, donde el amor y la muerte se reparten a partes iguales. El Adagio de Marcello que escucha Abel por la ventana de la Jana es la partitura de un tiempo que jamás debió llegar y tiñó de sangre los albañales. Las recreaciones evidentes de lo ocurrido en Badajoz o el maquis, o incluso de la figura política de don Casto, son solo el atrezzo de una manera de contar historias que sacude el alma. Las evocaciones de Rulfo en el capítulo más largo del libro, donde un hombre se muere al darse la vuelta en la cama, son ónticas. El misterio de la vida y la muerte, la no explicación de las cosas, el amarillo de los trigos en la boca.
En fin, Quercus tendrá tercera, cuarta y quinta edición sin la más mínima duda. También tiene algo de juanramoniano en su desnudez. Paco del Valle ha hecho un trabajo magistral de edición. Es un libro que se recuerda y no deja dormir. Van contigo sus personajes, la cueva, el zorro, el cuco, la burra, la linde. Una experiencia inolvidable, un volver a nacer, un llanto sin consuelo hacia dentro.