Una mañana del mes de agosto en el Prado es una ventana abierta a la brisa fresca de un mar que no llega. Pasear y perderse por el viejo edificio de Villanueva un sábado a primera hora es un café con porras invertido, dejarse atrás el hambre y la grasa y caminar perdidamente según los pies te llevan. Es encontrarse a la Humanidad y disfrutar con ella, las jóvenes turistas buscando un lienzo entre camisas abiertas. Ir al Prado, en fin, es volver a Eugenio D’Ors y sus tres horas en el museo, un camino lento de clásicos renovados donde uno se imagina a Rosalía posando como la Maja desnuda.
El Prado debiera ser obligada visita al trimestre en los centros educativos de toda España, pero saldrían los indepes con la barrila de qué se nos ha perdido en Madrid. Una hora en el museo son tres mañanas de clase, entre holandeses, españoles, italianos y franceses. El Jardín de las Delicias enseña en una hora lo que libros de Ética sin firma durante todo un curso. Las Hilanderas de Velázquez, el transcurso del tiempo eterno y la rueca que no cesa. Allí estaban mis amigas, con el gato debajo y un sape que puede escucharse en el cuadro si uno acerca el oído. La fama se la lleva el perro de las Meninas, pero el truco está en el gato de las Hilanderas.
Tres horas en el Prado le dieron a D’Ors para escribir un libro de doscientas páginas. A mí, para un artículo en El Español. No está mal, por algo se empieza. Llegar al Greco viniendo de Toledo es quitar al resto de turistas para quedarse solo y contemplarlo. Pasas a la sala y ves la Catedral y los chorreones de los capiteles subiendo por las paredes. Cada vez que voy al Pentecostés, me convierto de nuevo y noto como si me hubiera caído del cuadro con la llama dentro. Son las cosas de la mística y el Greco. El IV Centenario me cambió la mirada y eso se lo tengo que agradecer a Marañón, sin duda. Así que me senté frente al Greco y pedí perdón por los pecados del mundo. No se ha vuelto a pintar de igual forma y las vanguardias lo saben.
Los flamencos me gustan cada vez más. Puedo tirarme una hora delante de un Van der Weyden sin pestañear. Su Descendimiento es una cosmogonía de la vida. Hasta aparece la lujuria en los senos de una mujer joven a la derecha. Es la pena infinita, pero combada, la Virgen María azul y pálida, como tantas mujeres del planeta. Y Cristo yacente en un ángulo obtuso, abierto a la misericordia del mundo. Es la Santísima Trinidad sin paloma, pues a la muerte nadie espera clemencia. Y es el pico de la cruz sobresaliente como aguja que pincha el orbe y descoloca.
Para compensar me paso a Murillo y veo la cara de Arrimadas en sus Inmaculadas. Lástima que se nos jodiera la Sagrada Familia del Pajarito, con Ribera y Girauta en desbandada. Así la carpintería es imposible que tenga final feliz ni vaya a buen puerto. La cuota de autónomos no hace más que subir y apagan las luces sin saberlo. Mira, no me había acordado hasta aquí de Pedro Sánchez. Otra cosa buena que tiene el Prado. Las lanzas, Breda, los mamelucos, Torrijos, Juana la Loca, Isabel… ¡¿Qué dicen los indepes cuando cuentan que España es un invento?! Sales a la calle y el sol te alivia del peso de la Historia. Vi las pinturas negras de Goya y es como la Parca, siempre están ahí a punto de repetirse. El aquelarre de brujas, Saturno, los garrotes… Es el precipicio de España al que siempre se asoma, pero nunca cae. Por más que la empujen y lo intenten.
Una mañana de agosto en el Prado es, en fin, un regalo del calendario, misa de vísperas grande, una fiesta de la mirada. El arte entero despachado en un centenar de salas que se desdoblan y multiplican. Me vi como Boris Jonhson ante Los Borrachos. Los dimitidos siempre me atrajeron más porque entran en el túnel de los malditos. El Prado es un viaje al centro del hombre mismo, un baile de gracias gordas y la ministra finesa, una cumbre de la Otan desmontada en los sótanos. Hay más mundo dentro que luego cuando sales fuera. Por eso hay que volver cada cierto tiempo. Hay esperanza, aunque no salga en los periódicos.