Ha juntado este periódico en el Café Gijón medio gabinete de los tiempos de la UCD. Lo ha hecho su joven redactor Daniel Ramírez, el nuevo, como lo llama Alsina. Por estas páginas han desfilado Rodolfo Martín Villa, Soledad Becerril, Marcelino Oreja y otros tantos que compusieron los gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo Sotelo. Ha sido una lección magistral de historia y política, muy recomendable para neófitos que hablan de todo y se han acostumbrado a ponerse las gafas actuales para enfocar cualquier episodio de la Historia. Lo que protagonizó esta gente, todos ellos provenientes del franquismo, se ha diluido en la incapacidad y frustraciones del nuevo relato que quiere alumbrar el podemismo. Y no debe consentirse esto en realidad; no, al menos, mientras estemos quienes nos consideramos hijos de la Transición y con orgullo exhibimos su legado.
Yo nací en el setenta y seis y, obviamente, era un bebé cuando aquellos años. Pero pronto me acerqué a la época con la curiosidad del apasionado por el periodismo, que crecía en libertad ya en los tiempos de Felipe. Nuestra joven democracia ha alumbrado cuarenta de los mejores años de la Historia de España, sin duda, y por eso no es justo que ahora se la ponga en solfa desde planteamientos revanchistas o turiferarios de salón. La Constitución del 78, si no acaban con ella, va camino de convertirse en la más importante de nuestros dos siglos últimos, pues junto a la de 1876 es la de más larga vigencia. Si esta fue la Restauración y obra de un prodigio que llevaba el Estado en la cabeza como Cánovas del Castillo (probablemente el mejor político del XIX, igual que Felipe lo fue del XX), la del 78 es la de la Tercera España, la del abrazo que pedía Claudio Sánchez Albornoz al bajar del avión después de cuarenta años de exilio. Ese fue el tiempo de la UCD, de un grupo de políticos que crearon un partido que no tenían para presentarse a las elecciones. Pero los Torcuato, Suárez, Gutiérrez Mellado y demás personajes que venían todos del Movimiento fueron quienes llevaron de la mano a este país de la dictadura a la democracia.
Hacen notar los ministros que reunió Ramírez, el joven, que lo que aquel tiempo significó fue “la renuncia”. Sin duda, objetivamente cierto y por eso brillante y digno de ser remarcado por los siglos de los siglos. Las manchas de ideología barata e infecta del XXI, que es la misma que el XIX pero pasada por la pátina del populismo, no pueden mancillar lo que, sin duda, fue el mejor y mayor legado que dejaron los protagonistas de la Transición. Fue un caso único en la Historia – no recuerdo algo semejante de memoria- en que toda una clase política, de manera voluntaria y sin estridencias ni alharacas, se hizo todo un harakiri en directo para una gran nación, para un enorme país que entonces comenzaba un nuevo proyecto político. Se ha hablado mucho de Carillo y lo que tuvo que aceptar y renunciar, por supuesto; ahí están las páginas de la Historia para agradecérselo. Pero, en ocasiones, pasa a un segundo plano o palidece bajo la expresión “nuestra democracia, hija del franquismo”, lo que aquellos hombres hicieron con la Ley de Reforma Política de 1976. Fue un bye bye, un decir adiós en directo, un me marcho, me voy ya sin que tú me obligues. Todo ello forzado, evidentemente, por una sociedad que ya no veía en las Cortes franquistas ni mucho menos la representatividad ni tampoco la legitimidad, ni de origen ni de ejercicio, para seguir tirando del carro de España. Pero fueron ellos, ellos solos, de la ley a la ley, desde las famosas cumbres de Torcuato en el 73 hasta las primeras elecciones del 77. Es imprescindible que los jóvenes vean la serie La Transición, de Victoria Prego. Está en el archivo de Rtve y es la crónica exacta de lo que se vivieron aquellos días y años.
UCD cayó porque terminó su tiempo cuando Felipe renunció al marxismo y llevó el Psoe a una socialdemocracia equiparable a la de Willy Brandt u Olof Palme. Cierto que luego llegó el crimen de Estado y la corrupción, pero es indudable que aquella España salida del franquismo y la Transición, solo se modernizaría con los aires nuevos que traían los jóvenes chicos de Sevilla. El tiempo y la renuncia son fundamentales en política, porque determinan el arte de lo posible. Por eso Ciudadanos muere indefectiblemente en esta década de los veinte, después de haberlo tenido todo al alcance de la mano. Porque Rivera no supo renunciar a lo que debía. Igual que le pasará a la nueva política de Podemos, de otra forma, de otro modo, si antes Sánchez es capaz de dominar al tigre y que no se revuelva contra él. Frente a los maximalismos actuales de la ley del sí es sí, por no hablar del bochorno y la vergüenza ajena, estos viejóvenes de la UCD reunidos por Ramírez, el nuevo, nos recuerdan que otra política es posible y no hace mucho que estuvo y habitó entre nosotros. La Transición hizo que se elevara al Parlamento lo que era normal a nivel de calle y estos tiempos descienden del Parlamento a nivel de calle el odio que los políticos inoculan para hacerse imprescindibles en las resoluciones de los problemas que ellos mismos crean. La renuncia, en definitiva, no existe. Y ya sabemos donde eso conduce.