Cuentan las crónicas que una lluvia de sapos se desató el otro día sobre el municipio vallisoletano de Wamba, localidad cuya toponimia se debe al rey godo que fue coronado allí, pero enterrado en Toledo. Dicen los científicos que este tipo de fenómenos recibe el nombre de forteanos, en honor del investigador estadounidense Charles Fort, que comenzó a estudiar asuntos aparentemente inexplicables de la Naturaleza. En realidad, tenemos escasa memoria o hemos leído muy poco, porque ya la Biblia hablaba de las plagas o lluvia de langostas sobre las tierras egipcias como maldición de Yahvé al Faraón para que liberara al pueblo de Israel. Si uno lo piensa detenidamente, lo mejor que puede pasarnos es que lluevan sapos… Así acostumbramos a tragárnoslos sin miramientos ni remilgos. Otra cosa son las culebras, cuya mitología entronca la serpiente y es bicha maldita. La mayor herencia machista de la civilización occidental es su comparación con la mujer.

Pero volvamos al sapo, que trae más cuenta. Siempre me identifiqué con él o, si acaso, la rana. Tendría mucho que ver Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo, que salía con una gabardina y un micrófono. Quizás ahí residieran mis ganas de hacerme periodista o locutor. Luego se quitaba ambas piezas y un sombrero gastado que usaba, para quedarse desnudo y verde ante la pantalla. Y causaba tanta extrañeza como las ranas cuando crían pelo. Después llegaron las ancas y la evolución del paladar. Lo que de pequeño no gusta, de mayor se vuelve manjar exquisito. En cambio, el sapo no tiene nada. Si acaso, su canto. Un canto nocturno… “Tú te sabes feo/ feo y contrahecho/ por eso de noche tu fealdad ocultas…” decía la zamba de Los Chalchaleros. Hay que ser argentino para cantar a un sapo. Y, sin embargo, tienen más razón que nunca… Pues todos nos sentimos alguna vez sapito o rana del charcón.

Son esas veces en que sueñas con el príncipe o la princesa que acerque sus labios y rompa el hechizo para pensar que no es verdad lo que estás sufriendo. Pero yo me quedo con mi sapo sonoro, grotesco trovero, ojos saltones, viscoso… En esta sociedad de guapos, los feos también tenemos derechos y reconocimientos. Ciertamente, vi mujeres y hombres bellísimos por fuera pero podridos y secos por dentro. Y es entonces cuando la fealdad irradia y sale por los poros de la piel hasta volverlos sucios y desagradables. Sensu contrario, aprecié a personas que se consideraban feas y no sabían que la verdad de su vida brillaba en los ojos igual que un zafiro guardado. Y te cautivan y subyugan porque la belleza es fuerza interior de un alma a quien todo un Dios prisión ha sido… El cuerpo dejará, no su cuidado, escribía Quevedo, que era patizambo y tampoco se veía bien al espejo. Pero la vida me lo ha demostrado. Hay más belleza en la Epístola a los Corintios que en toda la vanidad humana. Por eso alegra que lluevan sapos, locura eterna de todo poeta. Sapo cancionero, “¿no sabes acaso que la luna es fría/ porque dio su sangre para las estrellas?”. Sólo una zamba argentina podía darse cuenta de tanta belleza.