Vino de improviso y de soslayo y dejó en la penumbra del viento la sonrisa. La injusticia de la vida clama en el desierto, mientras la pena inconsolable no hay Dios que la contenga. Duele el aliento y el recuerdo duele ante el hachazo invisible y homicida que arrebató la luz tan pronto de la vida. El dolor recorrió las venas de un pueblo todo, que se echó a la calle para decir adiós a una de los suyos. El sentir es así cuando la juventud se escapa incomprensiblemente por un golpe feroz, por un manotazo del destino. El pueblo salió a la plaza y aguardó, y fue al templo, y luego recorrió el largo kilómetro hasta el prado en el que reposan sin tiempo las formas de este mundo. El sentir social se hizo silencio. ¡Qué palabra decir! ¡Qué gritar para contener el horror! ¿Dónde está el consuelo? ¿En qué horizonte reside la esperanza? Ella se fue con la sonrisa y con el alma de madre; todo un ejemplo, hoy que tan poca gente apuesta por una maternidad que sobrepase la media en una España que envejece. Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro y a veces lloro sin querer. El cuerpo pide llanto para su desahogo pero la procesión sigue los caminos del corazón y del alma. La razón se da golpes de pecho porque no hay ninguna lógica que explique el empujón brutal que ha derribado el alma noble de una jara en flor, de un geranio, de un clavel, de una amapola. Queda un asombroso desconcierto que nos lleva a una tristeza que pasea por rincones de sombra, mientras en la brisa aún creemos percibir su aroma vitalista, y entre las estrellas el brillo de sus ojos. Se fue la Tata, como así la nombraban sus hermanos y sus padres. Y quedó el vacío desconcertado, el espacio que ella ocupó, el aliento vital que alimentaba relaciones, la persona de la palabra justa y animosa. ¡Qué fatum! ¡Qué mal sino! El que se dice más hermoso y armónico ser viviente de la creación vino a romper el hilo que sostiene los alientos. El Apocalipsis tenía que hacerse y el Apocalipsis se hizo. Tras la angustia primigenia y sostenida, tras el viaje de la noche hasta la noche, vino el rito. Los Navalucillos y otras gentes se juntaron. La iglesia rebosaba más que un día de la Función. Un franciscano puso las unamunianas dudas de un San Manuel Bueno encima del altar junto a las palabras de la fe a la que agarrarse. Su homilía con el cuerpo presente de la Tata fue un canto duro, pero un canto, a la vida. Es de agradecer que un rito que es un grito sea coherente en las palabras. El franciscano lo fue con un nudo en la garganta; acaso él la casó y él roció la cabeza de sus hijos con las aguas del bautismo. No era un convidado de piedra, era una parte más del llanto. La familia, con su entereza dolorida, agradeció con el corazón y la cabeza a la innumerable presencia de personas que estuvieran allí acompañando; y pidió que la costumbre del extenso cáliz de los pésames evitara añadir gramos al dolor, sumando a la emoción más emociones. Sabia decisión, correspondida con una agradecido silencio, como el de quien reza una oración para adentro. Ahora, amigos, toca vivir con los recuerdos, aunque el dolor y su manto hayan salido al encuentro y os tenga en el lluvioso callejón del llanto. La luz está ahí y ahí está ella, en esas tres personitas. La vista clara, las fuerzas de donde salgan. Y los amigos para lo que sea menester, sinceramente, para lo que haga falta. Y con nosotros, y por ellos, por los hijos, los sobrinos y los nietos, os ofrecemos el hombro para, como decía Miguel Hernández, “Llorar dentro de un pozo, / en la misma raíz desconsolada / del agua, del sollozo, / del corazón quisiera: /donde nadie me viera la voz ni la mirada / ni restos de mis lágrimas me viera”. Estas palabras son mi homenaje a la vida de Inmaculada Olmedo Torán, a quien un Babieca, un Incitatus, un Pegaso o un innombrable sin nombre, al caer una tarde, en una carretera toledana, arrebató el suspiro. La paz, seguro, está con ella.