Días de abril en España

1939-2019.Hace ochenta años. 

Unos dijeron: Ha llegado la paz.

Los Otros respondieron: No. Ha llegado la victoria

Los Otros también habrían dicho: Ha llegado la paz

Les habrían contestado: No. Ha llegado la posguerra 

“Come prima”. Como antes. Como siempre. Unos y Otros. Izquierdas y Derechas. Franquistas y Antifranquistas. ¡Qué insoportable hastío! ¡Qué tedioso aburrimiento!

Y entre Unos y Otros, nosotros. Mi generación. Los niños de la posguerra. 

Dedicatoria: Va por vosotros. Por nosotros. Por mí 

De mi inédita obra “Relatos catárticos”: 

Habían nacido en un tiempo de amaneceres grises y de injustos sufrimientos sin sentido. En el rostro de muchos de ellos pronto –demasiado pronto quizá– se  dibujaron extrañas arrugas verticales y cualquier sonrisa, o era una disculpa o era una súplica. Sin que nadie les pidiera permiso les incluyeron a todos en una generación mitológica, a la que había que atribuir, casi por decreto, raras apologías de odios o de amores, insólitas conductas heroicas o abyectas. Nunca simplemente mediocres. Fueron durante muchos años carne de celuloide. Sus vidas se convirtieron en  imposible búsqueda de rimas asonantes para coplas y cantares, supuestamente sentimentales, presuntamente patrióticos, y ni siquiera les redimió de aquel colectivo destino, de difuso protagonismo anónimo, la proclama cuartelera, ridículamente vibrante, de "la guerra ha terminado". 

Pasado el tiempo, algunos se suicidaron sin hueco en las páginas de sucesos, otros enviaron respetuosas instancias al poder, con póliza, fecha y sello de registro de entrada, para que les excluyeran de aquella nómina a la que nunca solicitaron pertenecer, y hasta los hubo que terminaron sus días en un manicomio de las afueras, haciendo solitarios, o mascullando, con una sonrisa estúpida en su rostro, casi una mueca repulsiva, blasfemias terribles, piadosas jaculatorias o discursos incoherentes que nadie entendía. Muchas papeleras rebosaron por entonces  de cuartillas arrugadas llenas de hermosos versos que, finalmente, quedaron emborronados por colonia Heno de Pravia o por alguna lágrima impertinente. 

También pasados los años, justo el tiempo que otra gente más joven esperó para construir su curriculo y su ocupación profesional vitalicia, sus vidas fueron mercancía útil para mensajes políticos de progreso y  vindictas de cambio social. Los más conscientes de la épica generación legendaria,  cuando se cruzaban entre ellos por las aceras de las calles de la Gran Ciudad o paseaban por la plaza del pueblo, de esquina a esquina, al sol tibio de las tardes de invierno, se miraban a los ojos, con infinita perplejidad, mientras que los más frívolos, hasta que llegaron a sentir clavados en su alma el asco y el hastío, asistían, con viaje y bocadillo pagados, a mítines y saraos en los que se les recordaba el valor heroico de su sacrificio de aquel lejano tiempo, del que muchos ni tenían memoria,  y  se les prometía una vejez confortable que a esas alturas ya no necesitaban, y acaso ni deseaban. 

Pero las existencias anodinas de aquella generación ya habían sido aposentadas en los catálogos de  las editoriales del sistema y en la lista de grandes éxitos de la filmografía oficial, con un estimable esfuerzo de  redención de su ramplona vulgaridad. Nadie se preocupó demasiado de que no quedara violada la intimidad de sus rancias fotos de bordes festoneados y, al parecer, la ética dominante no consideraba como intolerable falta de pudor airear a los cuatro vientos las ingenuas  postales con dedicatoria que marcaron sus obligadas distancias, tal vez sólo físicas, en el mapa de una España en revisión. Y sin excesivos reparos a la cutrez de sus  lamparones de aceite y de sus antiguos tonos sepias,  ya desvaídos,  alguien se las hizo rebuscar en el fondo de las viejas consolas, impregnadas todavía de olor a naftalina,  para insertarlas,  como reclamo de la excelsa admiración que merecían los cambios, en alguna de las revistas del régimen que siempre precedían a las campañas electorales en las que "morían de éxito" los nuevos líderes carismáticos. 

Un buen día, sin embargo, los escasos supervivientes de aquella exaltada generación empezaron a realizar algunos primarios descubrimientos crepusculares, ya demasiado tardíos. Habían formado parte de una anónima mayoría, menesterosa pero en absoluto heroica que, no obstante, habría preferido las provincianas tardes de invierno, de brisca y badila, a los fragorosos asaltos a fortalezas o cuarteles  defendidos por  enemigos que no conocían, repletos a rebosar de gentes que –ellas también– añoraban sus partidas de mesa camilla, con brasero y botella, sin otra fugaz zaragata que la ingenua trampa de algún aprendiz de tahur en el bar de la plaza, sin otro estrépito, en su diario regreso vespertino por todos los caminos de entrada en el pueblo,  que el doméstico y soportable tintineo de las esquilas  de los rebaños, aunque no fueran suyos. Quizá, sin tanta epopeya de unos y otros, algún día lo fueran.           

Descubrieron que nadie les había pedido permiso para incluirles en la nómina de figurantes y comparsas del “Cuéntame cómo pasó”. Descubrieron también que eran hijos de muertos que nunca pidieron una esquela. Hijos de muertos que jamás esperaron un poema. Hijos de muertos que, simplemente…pasaban por allí. 

Descubrieron también las dudosas intenciones de la variopinta caterva que muy pronto empezó a pulular por el borde de sus vidas, buscadores ávidos de románticos argumentos de idilios rotos que, a decir verdad nunca habían existido. Súbitamente  se vieron rodeados de cámaras, de reporteros, de guionistas, de un numeroso tropel de gentes, en fin,  que, en realidad, jamás se preocuparon antes de conocer sus ocultos fracasos silenciosos, sus modestos éxitos apenas exhibidos, sus auténticos amores, probablemente más vulgares, menos peliculeros, pero al menos tan hermosos como los de aquella imaginaria iconografía artificial, porque al fin y al cabo eran los suyos. Tal vez, sin necesidad de aquella cruenta zapatiesta, podría amanecer alguna mañana de locas pasiones dignas de empezar un poemario. 

De igual manera aprendieron en esta decadencia terminal, al verse materialmente asediados por los nuevos jerifaltes, disfrazados ahora de benéficos profetas en coche oficial, corbata reciente y lista cerrada, que de las viejas ideas redentoras de la Humanidad, sólo ellos parecían ser sus afortunados destinatarios. ¡Qué suerte la suya! Nunca lo hubieran imaginado. Pareciera como si ninguna de esas profecías salvadoras tuviera sentido, o lo hubiera tenido nunca, sin la existencia de esa enaltecida generación. Utilizada. Manipulada. Prostituida. 

Aunque muy postreros, hicieron, ciertamente, muy notables descubrimientos. Pero el más sorprendente de todos, tanto que su autor nunca se atrevió a hacerle público –porque la historia ya estaba escrita– que, al parecer, el mecánico que se había de ocupar de la puesta a punto del  definitivo Dragón Rapide,  justo el día antes de su histórico vuelo redentor por los cielos africanos,  había roto, con un final muy borrascoso,  su secreto romance de amor con una hermosa muchacha de Málaga, hija de un aguerrido militante clandestino de la CNT 

Y, para colmo, que ese día tuvo que ser sustituido en su trabajo, atacado por una disolvente diarrea. Desde luego, en efecto, la historia ya estaba escrita.

Ricardo Sánchez Candelas