Antes se llamaba la Plaza de Zocodover. Los escasos sabios de las intimidades históricas de esta prodigiosa ciudad nos habían explicado su nombre. Al parecer, su origen –suq-al-dawab, zoco de las bestias–, como tantas otras cosas, proviene de aquella larga dominación de gentes del sur que ahora quieren otra vez volver al norte. También nos habían hecho saber –y esto quedaba más al alcance de nuestra experiencia– que su condición de lugar céntrico no equivale a lugar central.
Pero en este Toledo tan invadido ahora, al cabo de más de cuarenta años, de tardío antifranquismo y, sin embargo, repleto de franquicias, exponente máximo de la capacidad de cambio del paisaje interior de la Calle Ancha, cuando las cartas ya no se franquean porque las enviamos por e-mail o, simplemente, mandamos un “guasap”, nadie se ha atrevido hasta ahora a proponer francamente el cambio de nombre del antiguo Zoco.
Y sin embargo, ninguno de necesidad más evidente. Zocodover es ahora la Plaza de los Paraguas. No cae una gota de agua, ya no se mojan ni los toldos del Corpus, –“ni falta que nos hace”, me dice un amigo socarrón, “¡total, para que en cuanto caiga se la lleven a Murcia…!”– y ahí los tenemos, de diez mil colorines, como si un musical Toledo inédito fuera Cherburgo y doña Milagros, además de alcaldesa, nuestra Catherine Deneuve. Ellos llenan de policromía ambulante el enlosado pavimento, intentando congregar, bien enarbolados, a cualquiera de las peñas de la hidra turística que se desparrama, invasiva también ella, sobre la ciudad desde buena hora de la mañana.
En resignada contemplación de este bestial cambio de fisonomía del antiguo zoco de las bestias, paso buenos ratos mañaneros, sentado en alguna mesa del Burger de los soportales –sucedáneo de mi nostalgia de El Español– y en alguna ocasión me da por pensar si alguna de las jóvenes anunciadoras free tour con su imaginario maletín lleno de folletos de visitas guiadas, descolgada en el aire de su mágico paraguas volandero, no pudiera ser cualquier nueva Mary Poppins aterrizada en este Toledo tan escasamente londinense.
Pero no. Todas ellas –también ellos, que los hay– son más castizas y zarzueleras. Si los juntáramos a todos –y todas–, ahora que estamos de fiestas de semana grande, reconocida la auténtica finalidad de su instrumento de trabajo, podrían formar un magnífico conjunto para cantar con éxito asegurado la "Mazurca de las sombrillas" de Luisa Fernanda, esa joya de nuestro género lírico con argumento tan metido en los trajines revolucionarios de “La Gloriosa” y por ello tan al pelo para entrar en estos días festivos en “la gloriosa Toledo, de las artes tesoro”. Alguien se lo debería proponer a la señora concejala de festejos y saraos varios. ¡Ah, y de paso enseñar en las escuelas a los niños y niñas, toledanos y toledanas respectivamente, el himno a Toledo del Maestro Cebrián, en vez de enseñarles a que aprendan otras inconveniencias, que luego llega cualquier solemnidad patria y nadie se lo sabe!
Yo, de momento, me tengo que conformar con algunos recuerdos. Aún permanecen en mi memoria los antecedentes más remotos de esta tribu de los paragüistas de hoy, intrépidos oferentes en aquellos lejanos días de las maravillas de la ciudad a un turismo todavía primario y artesanal. Eran los “ganchos”. A pie enjuto, a cuerpo limpio, sin ningún tenderete de quita y pon como los que hoy utilizan en la céntrica plaza sus actuales sucesores, se situaban a la entrada de la ciudad por Bisagra, en un rellano ocupado entonces por una gran báscula subterránea para el pesaje de mercancías situada casi enfrente de la fachada lateral de Santiago del Arrabal.
Desde esta estratégica posición, con cualquier chapurreo de cosecha propia, cuyo mayor mérito era que se les entendía, indicaban a los despistados entrantes foráneos, fuera cual fuera su procedencia nacional, en su paso obligado por este fielato, las primeras recomendaciones de su visita a la ciudad, y como de tapadillo, la tienda o comercio en la que podrían adquirir el más auténtico damasquino o la más genuina e histórica espada de acero templado en las aguas del Tajo, degustar el más exquisito mazapán o encontrar el más confortable y barato de los alojamientos.
Como se podrá comprender, con semejante estructura empresarial, era la suya una economía más que sumergida, totalmente hundida. Pero allí seguían ellos, tenaces, inasequibles al desaliento, representados por “Juanito el Patata”, el más popular de todos, y al que tuve la suerte de conocer y tratar. ¡Qué paisanaje tan irrepetible y peculiar el de los “ganchos” del turismo toledano de aquellos años, gente formidable de la misma estirpe racial, con la misma fibra humana, que el “Fede” de aquel tiempo cuando todavía no había escalado el Tourmalet o que Florencio, “Carretilla”, aquel extremo derecho del Toledo que corría como nadie la banda en el viejo campo de Palomarejos!
Esta Plaza de los Paraguas, todavía entonces Zocodover, hasta llegó a soportar –que para eso tenía soportales– la más cruda de las desmitificaciones del propio don Benito Pérez Galdós. Nada más llegar a Toledo en compañía de su héroe Ángel Guerra no se le ocurrió mejor cosa que calificarla como “encrucijada molesta y sucia”, hasta llegar a afirmar que “sus casas no tienen la suntuosidad moderna ni la fealdad interesante de lo antiguo”. Bien es verdad que casi de inmediato se apresuraba a reconocer, con un punto de alabanza nostálgica, que “no podemos olvidar que en ella se han hablado en mejores días todas las lenguas de Europa”.
Más o menos como hoy, pero entonces todavía sin paraguas. Anotemos, no obstante, que en estas fechas, después de las muy estimables restauraciones llevadas a cabo en El Foro por nuestro buen amigo don Pablo Junquera, y la más reciente del Hotel Boutique Adolfo, no podríamos admitir aquel juicio tan severo del novelista canario de los Episodios Nacionales.
La verdad es que nuestros inefables “ganchos”, todo hay que decirlo, convivían pacífica y hasta cordialmente con esos extraordinarios profesionales guías de turismo, casi todos toledanos, que no sólo enseñaban la ciudad sino que, lo más importante, la exhibían con pasión de enamorados. Ellos fueron los primeros en dar tono y prestigio a esa noble actividad que pretendió ser regulada y dignificada en aquel “Reglamento para el buen régimen en el servicio de Intérpretes-Guías, para la visita de edificios histórico-artísticos de Toledo”.
Dictada aquella disposición por el Gobierno Civil de la Provincia, ejercido en aquella fecha de 1902 por don Germán Avedillo y Juárez, dictaminaba en sus catorce artículos las normas a las que “han de someterse los individuos que se dedican al acompañamiento de los viajeros, en las visitas que se hacen a los edificios históricos o artísticos de Toledo”.
Por venir ahora a mi memoria, entre los distinguidos componentes de ese grupo de excelentes profesionales –¡serían varios a recordar!– menciono los nombres de Joaquín Potenciano Sánchez, Víctor de Tena Sardón, Agustín Aragón Crespo y Rufino Miranda Calvo, colegas profesionales y casi deudos intelectuales todos ellos del extraordinario magisterio de don Luis Alba González que, durante muchos años le ejerció en la Jefatura de la propia Oficina de Turismo en la misma entrada al Paseo de la Vega, sin que la inmediata proximidad de los “ganchos”, a muy pocos metros, pusiera de manifiesto otra cosa que, aparte introducirse en el Toledo turístico por procedimientos oficiales, también había alguno extraoficial. Y no pasaba nada.
En esta ciudad de nuestros pecados, en la que ha habido toda clase de cambios en la nomenclatura de sus calles y plazas, desde aquel en que Alféreces Provisionales, en vista de que nadie se decidía, si no a ascenderlos de graduación, que estas cosas en el Ejército son muy serias, al menos convertirlos en definitivos, pasó a ser denominada con el inofensivo nombre de Calle de la Paz, hasta otro, repleto de sentido del humor, por el que la calle de Arco de Palacio, durante un breve espacio de tiempo, pasó a llamarse calle de Carlos Marx, nada de extraño tendría que a nuestro Zocodover de hoy también le fuera reconocido su derecho a cambiar.
Si así fuera, en honor a su multicolor y abundante presencia y considerado el impacto que la decisión tendría como un atractivo turístico más de la ciudad, el nuevo nombre de Plaza de los Paraguas, ya que no alberga su pavimento las bestias de su antiguo uso de zoco de los viejos tiempos –o tal vez sólo en su versión humana menos reconocible– estaría más que justificado.
Quizá Ángel Guerra pudiera convencer a su creador literario de que este renovado Zocodover no merecía un juicio tan adverso como el de aquellos años en que don Benito llegó a Toledo.